SOBRE UN GRABADO DE ALQUIMIA CHINA
Debajo de la mesa
se ven como tres puertas
de pequeños hornos,
donde se ven piedras y varas ardiendo,
por donde asoma el enano
que masca semillas para el sueño.
Encima de la mesa
se ven tres cojines grises y azules,
en dos de ellos hay como figuras geométricas
hechas con huevos irrompibles.
Al lado un jarrón sin ornamento.
Pedazos de leña por el suelo.
Un hombre curvado con una balanza
pesa una cesta de almendras.
La varilla de ébano
alcanza de inmediato el fiel.
El hombre que vende
teme a los tres pequeños hornos
que se esconden debajo de la mesa.
Por allí deben salir
las figuras esperadas
que vendrán cuando el pesador
logre el centro de la canasta.
A su derecha el hombre que contempla
absorto al pesador,
juega con unos pájaros.
LOS FRAGMENTOS DE LA NOCHE
Cómo aislar los fragmentos de la noche
para apretar algo con las manos,
como la liebre penetra en su oscuridad
separando dos estrellas
apoyadas en el brillo de la yerba húmeda.
La noche respira en una intocable humedad,
no en el centro de la esfera que vuela,
y todo lo va uniendo, esquinas o fragmentos,
hasta formar el irrompible tejido de la noche,
sutil y completo como los dedos unidos
que apenas dejan pasar el agua,
como un cestillo mágico
que nada vacío dentro del río.
Yo quería separar mis manos de la noche,
pero se oía una gran sonoridad que no se oía,
como si todo mi cuerpo cayera sobre una serafina
silenciosa en la esquina del templo.
La noche era un reloj no para el tiempo
sino para la luz,
era un pulpo que era una piedra,
era una tela como una pizarra llena de ojos.
Yo quería rescatar la noche
aislando sus fragmentos,
que nada sabían de un cuerpo,
de una tuba de órgano
sino la sustancia que vuela
desconociendo los pestañeos de la luz.
Quería rescatar la respiración
y se alzaba en su soledad y esplendor,
hasta formar el neuma universal
anterior a la aparición del hombre.
La suma respirante
que forma los grandes continentes
de la aurora que sonríe
con zancos infantiles.
Yo quería rescatar los fragmentos de la noche
y formaba una sustancia universal,
comencé entonces a sumergir
los dedos y los ojos en la noche,
le soltaba todas las amarras a la barcaza.
Era un combate sin término,
entre lo que yo le quería quitar a la noche
y lo que la noche me regalaba.
El sueño, con contornos de diamante,
detenía a la liebre
con orejas de trébol.
Momentáneamente tuve que abandonar la casa
para darle paso a la noche.
Qué brusquedad rompió esa continuidad,
entre la noche trazando el techo,
sosteniéndolo como entre dos nubes
que flotaban en la oscuridad sumergida.
En el comienzo que no anota los nombres,
la llegada de lo diferenciado con campanillas
de acero, con ojos
para la profundidad de las aguas
donde la noche reposaba.
Como en un incendio,
yo quería sacar los recuerdos de la noche,
el tintineo hacia dentro del golpe mate,
como cuando con la palma de la mano
golpeamos la masa de pan.
El sueño volvió a detener a la liebre
que arañaba mis brazos
con palillos de aguarrás.
Riéndose, repartía por mi rostro grandes cicatrices.
La poesía según José Lezama Lima
En una ocasión dije que la poesía era un caracol nocturno en un rectángulo de agua, pero desde luego, se le ve la raíz irónica a esa no definición, es decir, un caracol nocturno no se diferencia gran cosa de uno diurno y un rectángulo de agua es algo tan ilusorio como una aporía eleática, pero antes que todo, no para definir la poesía que no lo necesita, sino para acercársela, como yo he hecho en varias ocasiones, hay que hablar de la poesía, del poeta y del poema. La poesía actuando en la historia ni siquiera necesita nombrar su ejecutor, un poeta. El poema es un cuerpo resistente frente al tiempo y el poeta es el guardián de la semilla, de la posibilidad, del potens. Eso lo sacraliza, es el hombre que cuida un germen, nada menos que la semilla del potens, de la infinita posibilidad. Todos mis ensayos sobre poesía le dan la vuelta a estos temas y ellos como planetas le siguen dando vueltas a la poesía.
Me ha preocupado siempre, aunque más que una preocupación ha sido siempre un incesante tironeo de mi espíritu, no volver en ningún libro de poesía sobre lo que yo creía que había alcanzado en mi anterior, pues me molestaría que el lector fuese dueño de una sola corbata gris. Creo que hay una parábola en lo que yo he hecho, pues desgraciadamente no podemos ser infinitamente novedosos y sucesivos, pero sí desconcertar un poco al lector. En realidad las mejores lecturas son las que se hacen con infinitas interpolaciones. Ni que el autor pueda precisar dibujar a su presunto lector, ni que el lector fije sus lecturas y sus autores, es lo ideal.
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