Soy Marina y acabo de despertar de un
sueño.
Estoy en el ascensor, pero no parece
que se mueva. Se ha ido la luz. Aún así, un tenue brillo metálico parece
desprenderse de las cuatro paredes. Debe ser la luz de emergencia sacando un
pálido reflejo del espejo.
Analizo la situación. Siempre lo
analizo todo. Por qué, por qué…por qué. ¿A dónde me dirigía? Creo que discutí
con alguien. Sí, eso fue. Mientras estoy sentada, casi tirada, en uno de los
rincones del ascensor, no sé cual, me siento aturdida y la luz es tan escasa
que no puedo reconocer la puerta.
Debía de ser tarde, muy tarde, de
madrugada y estaba muy alterada. En los últimos meses las diferencias con Manuel se habían acentuado y ya discutíamos
por cualquier cosa. Esta última vez debió ser muy fuerte para que yo me saliera
de mi propia casa. Vivo en un ático, es como vivir fuera de la ciudad, sin
tejados delante, con el cielo por montera y el espectáculo de nubes, pájaros y
lluvia delante de los ojos.
Voy a intentar levantarme. No sé cómo
me he dormido en semejante lugar. Me doy cuenta de que tengo los pies desnudos,
pero estoy vestida. ¿Por qué no me habré puesto los zapatos? Siento el cuerpo
entumecido, pesado, dolorido. Me aferro a la barandilla del ascensor y palpo
las frías paredes. Si, aquí está la puerta, a la derecha palpo los botones y los
pulso todos… nada. Claro, no hay luz. Grito con todas mis fuerzas, pero el
sonido reverbera dentro de mí. No tengo voz.
Vuelvo al rincón y me acurruco sobre
mí misma.
Cientos de reproches habían surgido
entre nosotros desgastándonos, erosionándonos como la marejada contra los
acantilados. Manuel pretendía ser el dueño de todo, de nuestro espacio, de
nuestro tiempo, de nuestros pensamientos. No había sido nunca, desde el
comienzo hace unos años, una postura abierta y violenta, sino retorcida y
febril, llena de interpretaciones negativas, de celos escondidos, de huidas, de
palabras en clave y pruebas secretas de las que casi nunca salía victoriosa.
¿Qué puedo hacer? ¿Qué está
ocurriendo fuera? Un silencio profundo me atraviesa los tímpanos dolorosamente.
Algo me oprime intensamente el pecho y el silencio se rompe con los latidos
acelerados de mi propio corazón. ¿Es esto un ataque de pánico?
Recuerdo la consulta del psiquiatra,
con grandes ventanales y estanterías que en lugar de libros, estaban llenas de
plantas en tiestos de diversas formas y colores, potos, alegrías, begonias…
Trastorno de ansiedad, estrés psicosocial, diagnóstico llenos de palabras a
veces incomprensibles para explicar un vacío interior inexplicable.
No sé qué día es, ni la hora. Miro a mi
alrededor, no traigo ningún bolso. Mi chaqueta azul de algodón tiene unos
grandes bolsillos, pero dentro solo hay un paquete de pañuelos de papel, de
esos que huelen a menta, no llevo un teléfono móvil, ni unas llaves, nada más…
Me abandonaré a mi suerte. Tal vez si
acepto que estoy aquí, sola, que tengo frío, que el tiempo parece ser de goma y
se estira sin piedad, vuelva la luz o llegará alguien y se dará cuenta de que
estoy aquí dentro, o tal vez alguien me eche en falta en algún sitio…
Cierro los ojos y respiro
profundamente.
Yo era pequeña cuando vivíamos en el
campo. Aquel lugar era mágico, un bosque de alcornoques y quejigos, recuerdo cuando
éstos en otoño se tornaban de oro, como un Lothlorien. En el mes de Abril nació
mi hermano pequeño y Lucrecio, un hermano de mi padre, había venido a visitarnos.
Llegó caminando por senderos tortuosos, caminos de cabras, unos seis kilómetros
desde el pueblo. A la caída de la tarde, se sentaba junto a mí en los pequeños
banquetes de corcho, arrimados a la mesa rectangular con un hule de cuadros
verdes y me daba de comer. A la mañana siguiente corrí hacia él con su gorra
gris entre las manos, ya estaba subido al mulo para irse e inclinó su cuerpo
cuanto pudo con el brazo extendido, mientras yo estiraba mi pequeño cuerpo, de
puntillas como una bailarina. Una fina lluvia caía sobre la encharcada tierra.
A la noche yacía frío, mudo, pequeño
y extraño en su ataúd de pino. La lluvia jarreaba inclemente tras los cristales
de las ventanas recortadas en los inmensos muros de piedra y cal.
Me he adormilado y mientras tanto
nada ha ocurrido. Un llanto sin lágrimas me recorre por dentro. Un punto de
rebeldía me hace desear volver a levantarme, me revuelvo en el suelo, gateando,
palmo a palmo hacia la barandilla y vuelvo a caer a la más mínima duda. Vuelvo
a intentarlo, una vez, otra vez y otra… Huele a goma y a polvo, como en los
automóviles viejos.
Una mirada de silencio atraviesa el
espacio que separa nuestros ojos, una mirada negra, turbia, rencorosa, sin
esperanzas. Hemos paseado entre la gente y entrado en locales ruidosos y llenos
de humo, de la mano. Al principio nuestros corazones estaban tan cerca, tan
tibios, tan tiernos como nuestras manos, ya no.
Mis tías Isabel y Margarita no eran
gemelas, de hecho ni siquiera parecían hermanas, ni se llevaban bien, aunque se
admiraban mutuamente a distancia. Yo estaba lejos de casa, en la universidad,
cuando me avisaron de que Margarita se estaba muriendo. Fui a visitarla a
aquella misma casa en la que en otra ocasión me había mordido el perro que
vigilaba el jardín de los magnolios. Su rostro parecía de cera, blanco
brillante, aunque sus mejillas estaban inusualmente enrojecidas, sobre el
blanco del esbozo de las sábanas, en aquella habitación larga, demasiado larga,
con tres camas pequeñas y el baño al fondo, No era su casa, de hecho, ella
nunca tuvo casa, siempre vivió en casas ajenas en las que trabajó de cocinera,
niñera y comodín de servicio permanente, nunca se casó, nunca tuvo hijos
propios.
Era el mes de febrero, húmedo, verde gris,
frío; frío que calaba hasta los huesos, sobre todo en el Cementerio de San
Miguel, en lo alto de un monte, con el mar a lo lejos, frontera y esperanza.
Fríos y húmedos debían estar los huesos de los muertos en aquellas viejas
tumbas, panteones y mausoleos de mármol
y granito resquebrajados por el tiempo y la imagen pétrea de la fe alada, con
los ojos vendados y una espada erguida delante de su cabeza, levantada por una
mano firme e inmóvil. Fríos y húmedos debían estar los huesos del pequeño
cuerpo escuálido, al que el rigor mortis hacía conservar una especie de
dignidad…
Abro los ojos. Todo sigue en la
oscuridad, aunque la luz mortecina de los focos de emergencia cada vez parece
más brillante, tal vez sean las horas que llevo aquí lo que me hace percibirlo
así. Un nuevo ataque de rabia me hace
golpear desesperadamente los fragmentos del suelo y las paredes que tengo a mi
alcance, finalmente me abandonan las fuerzas y permanezco ahora tendida
bocarriba, mirando al techo, en el centro hay un círculo que aloja el espacio
donde está el sistema de iluminación de la cabina…
Dos días más tarde iba en el autobús.
Sola, desmadejada, con la cara pegada a la ventana contemplando la lluvia y sus
caprichosos senderos en los cristales y en las laderas de las montañas. A
medida que el autobús subía renqueando la empinada carretera, los regueros de
agua se transformaban en impactos de nieve derretida, después en copos que
resbalaban suavemente en la superficie gélida y pulida de los cristales. En la
cuneta y los taludes se iban acumulando
manchas blancas sobre la tierra rojiza y los matorrales de aulagas en los que
despuntaban las primeras flores amarillas. El viaje se hacía interminable y los
pensamientos también. La tía Isabel había muerto.
La habían amortajado improvisando un
dormitorio en el comedor donde habían instalado su cama, la alta cama con
faroles de bronce en las esquinas debajo de la que me había escondido tantas
veces, cuando ella dejaba marcada la huella de sus dedos, como rodadas de
tractores en miniatura, sobre la piel de mi cuerpo. Habían usado una colonia de
bebés para amortiguar el olor de los difuntos.
Se oyen ruidos fuera. Tal vez alguien
ha venido a sacarme de aquí. Grito, grito, grito con todas mis fuerzas, desde
dentro, con todo mi cuerpo, no oigo mi propia voz, pero sigo gritando, una vez
más, y otra…
Cada mañana se formaban las filas de
niñas en el precioso patio cubierto del colegio, con los babis de cuadritos
verdes y blancos. La música de las canciones inundaba las calles estrechas
saliendo por los huecos de las jardineras que coronaban los muros, las
gitanillas de color rosa colgando sobre los blancos paramentos. En el techo, de
tanto en tanto, colgaban macetones con forma de cono invertido, con helechos.
A primeros de Noviembre, en el día de
los difuntos, la preceptiva visita al cementerio. Ese año fue diferente. Una
niña pequeña había muerto de tétanos, se había clavado la varilla de un
paraguas junto al ojo izquierdo. Nos llevaron a verla, en el ataúd blanco, con
su vestido blanco de la primera comunión que había hecho el pasado mes de mayo.
Su piel era mate, de color verdoso,
como la de un árbol talado que comienza a secarse. Parecía una muñeca de
madera, tan rígida que habían tenido que dejarle el escote del vestido por
debajo de las axilas.
Tengo la sensación de que ha pasado
mucho tiempo. Se oyen voces lejanas y ruidos entre los que he creído reconocer
el ulular de una ambulancia ¿o será la policía? No sé, tal vez sea el momento
de abandonarse del todo ya que el otro lado del mundo parece estar tan cerca.
Ahí está mi padre, bueno, supongo que
no es él. Murió hace ya veinte años. En los dos últimos años de su vida su
memoria se fue debilitando, tanto que nos confundía con su madre, con sus
hermanas y a mi hermano con aquel hermano suyo al que más de una vez tuvo que
ir a buscar a la trastienda del bar de Pedro “el Mónico”, donde se jugaban
partidas ilegales de cartas. La tía Josefa venía a suplicarle que lo hiciera
cuando ya llevaba dos o tres días sin aparecer por su casa. Francisco era su
hermano mayor y sin embargo siempre cuidó de él y de los demás, como si fuera
un padre.
Se fue esfumando día a día durante dos meses y medio. Besé su
frente cerúlea para despedirlo en la madrugada del treinta de Junio. Esta vez
hacía mucho calor…
***
Un reducido grupo de curiosos se
había reunido en la puerta de un edificio de la avenida de los Tilos, a los que
se iban uniendo algunos viandantes más, a pesar de lo intempestivo de la hora,
las seis y veinte de la mañana, cuando aparecieron en escena un camión de los
bomberos, una ambulancia y unos coches de la policía. Alguien había dado la voz
de alarma. Se había declarado un incendio en el ático. Los bomberos se hicieron
cargo de la situación rápidamente desplegando las escaleras hasta la quinta
planta para sofocar las llamas agitadas por el viento de levante. Mientras
tanto, otros efectivos entraban apresuradamente en el edificio y organizaban el
desalojo de los vecinos, la mayoría de ellos profundamente dormidos que se
levantaron desorientados y aturdidos, obedeciendo como autómatas las órdenes,
sin ser conscientes aún de lo que ocurría. Un bombero joven abría la puerta del
ascensor en cada planta con las llaves de avería ya que no había suministro
eléctrico.
En la calle, la policía acordonaba la
acera y preguntaba a los presentes si tenían idea de lo ocurrido. Nada. Sólo
habían visto el intenso humo y a alguien se le había ocurrido llamar a
emergencias.
Los bomberos lograron controlar el
fuego en poco más de media hora. Afortunadamente, no se había extendido a otros
pisos, se concentraba en uno de los áticos. Accedieron al interior y
encontraron a un hombre joven tirado en el suelo, inconsciente y con graves
quemaduras que fue trasladado urgentemente a la ambulancia.
El joven bombero que abría las
puertas del ascensor, al llegar al cuarto piso pudo comprobar que éste se
encontraba detenido entre esta planta y la siguiente. Comenzó a gritar llamando
a quien estaba dentro, pero no obtenía respuesta. Dio el aviso para que algún
compañero acudiera en su ayuda para abrir la puerta. Cuando lo consiguieron, pudieron
ver un cuerpo de mujer abandonado en el suelo, como una muñeca de trapo rota,
con los pies descalzos. Aún estaba caliente, pero sin pulso y al retirar las
manos para llamar al equipo médico de la ambulancia, advirtió que estaban
manchadas de sangre.
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