Publicación de los relatos premiados y finalistas |
Placa conmemorativa |
Seudónimo: Francesca Andrade
Los recuerdos son la ficción de nuestra propia vida. Son el resultado de depositar los frutos de la vida en el macerante licor de la memoria; al final, su sabor puede ser ardiente y agridulce, pero nunca podrán volver a su forma primitiva de pétalos blancos arracimados en el extremo de unas flores.
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Es tarde
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Llevo
varias horas pensando en escribir esta carta, pero la desazón que me provoca su
inutilidad ha postergado una y otra vez el comienzo. Aún ahora que ya estoy
viendo las letras surgir de la nada en la blanca pantalla con el fondo
intensamente azul, no le encuentro sentido porque ya es tarde.
Los
recuerdos se mezclan de forma intemporal en la memoria sin estar sujetos a la
disciplina del tiempo.
A
veces es la imagen de un pequeño automóvil rojo serpenteando por empinadas
carreteras de montaña bajo una intensa lluvia, una lluvia de julio. Éramos
jóvenes y veía tu perfil afilado y tu largo flequillo recortados sobre el
cristal de la ventanilla, detrás todo era verde y húmedo. Tus manos eran
seguras y precisas al girar el volante. En el asiento de atrás iba Miguel, con
su gran bigote y sus pobladas cejas, como una visera sobre sus ojos verdes,
junto a aquella atractiva mujer de la que se había enamorado a primera vista.
Su romance fue intenso, pero corto, solo duró unos meses porque ella se cansó.
Desde el radio cassette la voz de Marlene Dietrich cantaba Lili Marleen con una
voz antigua y lejana.
Sin
pretenderlo me he ido al primer recuerdo, el de aquellos breves días en
Asturias. Mi hijo dice que el azar no existe, que las cosas que le atribuimos
tienen unas causas o reglas que desconocemos. Yo no estoy segura de que él esté
en lo cierto. Para que yo estuviera allí, en aquel coche, entre aquellas
montañas que no había visto antes, otras tres personas renunciaron a este viaje
que se presentó de forma inesperada en el trabajo. Tuve que quedar en el
aeropuerto con unos desconocidos y viajar por primera vez en avión con un
arquitecto que contaba chistes y un escultor que tenía miedo a volar.
Este
pequeño viaje dentro del viaje es mi recuerdo más nítido de aquellos días,
aquellos en los que comenzó todo.
Muchos
años después tú me hablaste de unos poemas que yo te había escrito y que metí
por debajo de tu puerta la madrugada en la que me marché, pero yo no los
recuerdo.
Quince
años más tarde, un sábado por la noche yo estaba sentada en el sofá del salón
con un montón de pañuelos de papel arrugados junto a mí, creo que era a finales
de noviembre, cuando sonó el teléfono. Estaba viendo una película que me habían
recomendado, “Quédate a mi lado” protagonizada por Julia Roberts y Susan
Sarandon y una voz cuyo registro me resultó lejanamente familiar, me hablaba
desde algún lugar ignorado.
—No
soy un vendedor de enciclopedias ni le llamo del Corte Inglés.
A
medida que iba hablando, el recuerdo de su voz se hacía más nítido y claro. Eras
tú.
—Me
he acordado de ti cuando han hablado de la muerte de Rafael Alberti y he
buscado tu nombre en la guía de teléfonos.
Los
recuerdos se agolpan en la memoria. Aquella vez que andábamos por las montañas,
tus montañas, después de haber atravesado pueblos minúsculos con casas del
color de la tierra y recorrido húmedos caminos sin asfaltar, allí estabas con tu
hijo que tendría entonces tres años y su cometa roja flotando al viento bajo el
cielo gris y sus brillantes botas de agua de un intenso color amarillo.
Otras
montañas bien diferentes son el escenario de otros recuerdos, unas imágenes
extrañas de unos pueblos de la Alpujarra granadina a la que fui con un amigo
entrañable en aquel destartalado “cuatro latas” de color verde quirófano que yo
tenía por entonces. Tú te mostraste esquivo y distante, pendiente de una
atractiva mujer que venía de Monfragüe, con la que en la soleada mañana de un
sábado te fuiste montando a caballo a hacer una ruta, mientras yo me quedaba
triste porque no había monturas para todos.
No
fue la única vez que te vi así, también aquel día en el aeropuerto, creo que
fue en aquellos días de mayo en los que recorrimos muchos kilómetros por el
Penedés. No sé por qué te sentías tan incómodo o tan enfadado.
Algunos
de aquellos viajes fueron muy desdichados, con aquella supuesta amiga que me
acogía en su casa amablemente, pero que con el tiempo comprendí que solo me
utilizaba para ocultar sus escarceos amorosos a los ojos de un marido aburrido
al que solo le gustaba pescar y jugar al tenis y con el que tenía dos preciosos
hijos. Aún recuerdo aquella larga tarde que se hizo noche en el castillo de
Montjuit, sola, sin conocer a nadie, mientras ella acudía a una cita con un
tipo de Santander. Me parecía muy interesante su imagen de mujer mundana y
moderna y ella encontró a quien confiar sus traiciones. Yo estaba tan lejos de
su casa y de su círculo que no representaba ningún peligro para ella y me
escribía largas cartas con su letra redonda y suelta de niña de colegio de
monjas. Cuando aquella doble vida desapareció ya no me necesitaba. Tú no
querías ni mencionarla, pensabas que era una mujer egocéntrica que solo estaba
pendiente de sí misma y sus caprichos. Probablemente tuvieras razón.
Aquel
verano del dos mil volvimos a vernos otra vez después de diez años, si porque
la primera vez que estuviste aquí fue con tu mujer, tu hijo y aquel abogado de
Marbella, a dónde habías venido a descansar después de que te diagnosticaran aquella
enfermedad. Aún tengo las fotos de aquel día que me diste mucho tiempo después,
allí estamos todos en los balcones del mirador: mi marido, mi hijo en su
cochecito, vosotros… Tú estabas extremadamente delgado y tu hijo, con esa
seriedad heredada de ti, comentaba sorprendido que mi hijo tenía cero años. Yo
quería mostraros todo el mosaico de paisajes desconocidos e ignorados de esta
tierra siempre sorprendente, pero tú tenías unos horarios muy estrictos para las
comidas y solo hicimos una pequeña ruta turística por el laberinto de calles
empedradas y angostas.
Un
largo paréntesis se abrió entre nosotros desde esta inesperada visita hasta
aquella noche de noviembre, un largo silencio profundo y vacío.
Ah,
nuestro reencuentro fue divertido y agotador. Desde aquella noche en la que me
llamaste por teléfono hablábamos muy a menudo y tú me llamabas mi amor andaluz —Será que tiene un amor
en cada puerto—pensaba
yo.
Fue
en el mes de agosto. Habíamos quedado en vernos en Granada, a pesar de lo mucho
que me gusta esta ciudad no he estado en ella tantas veces como correspondería
al placer que siento al verla. Aparqué el coche en el primer sitio que encontré
porque el tráfico es infernal —como
en cualquier otra parte o más—
y cogí un taxi hasta el hotel en el que te alojabas. Te esperé en la recepción.
Cuando apareciste no te reconocí, creí que eras un extranjero, un viajero
solitario de los muchos que han venido a Andalucía a recorrer sus caminos, como
Richard Ford, Teófilo Gautier o Ernest Hemingway, con tu barba blanca, y tus
blancos cabellos asomando por debajo de aquel ridículo sombrero de color
mostaza que tanto te gustaba ponerte, tu pequeña maleta con ruedas y tu andar
incierto.
Aún
estaba reponiéndome de la sorpresa de tu aspecto y tú me contabas los planes
para el día cuando te llamaron por teléfono. Aquel joven y encantador
matrimonio que te había invitado a un pueblo de la Sierra de Cazorla, acababa
de llegar a recogerte, aunque tú lo esperabas por la tarde.
Dios
mío ¿Qué hacía yo después de haber hecho tantos kilómetros para ir a verte? Me
sentía desconcertada, estábamos a merced de lo que unos extraños —para mí— quisieran y parecían
tener mucha prisa.
Sin ningún equipaje, solo con lo puesto y sin
haberlo previsto, acepté la propuesta de acompañaros. Tú te subiste a mi coche
y allá que nos fuimos siguiendo el coche del joven matrimonio que nos precedía.
Llegamos pasadas las tres de la tarde a un hermoso merendero a orillas de un
pantano que se perdía en el horizonte y nos sentamos a una larga mesa como la
que se prepara para las bodas, comiendo bajo aquel intenso calor.
El
pueblo, como tantos otros de Andalucía en el día de la Virgen de agosto, estaba
en feria, lleno de bombillas de colores y música ruidosa y pachanguera por
todas partes, incluso delante de la casa de nuestros anfitriones. Nos dieron un
cuarto con una pequeña ventana con cortinas de flores que daba a la calle
principal, cada uno en una cama, con las luces apagadas, hablando y con una
insoportable banda sonora de fondo hasta que el cansancio pudo más que
cualquier ruido y dormimos por un breve espacio de tiempo hasta que una banda
de música tocaba la diana floreada, la fiesta continuaba. Desayunamos en un bar
y me dispuse a irme. Tú me constaste después que te habías quedado triste
porque me marché sin un gesto de emoción, en realidad estaba agotada y no
quería irme, pero como tú sabías, no traía equipaje.
Es
Navidad y me siento triste. Los recuerdos me llevan a buscar los lugares en los
que estuvimos juntos. Escribo nombres en el buscador de internet una y otra vez
intentando encontrar una imagen en la que situar las siluetas de nuestros
cuerpos recortadas en su atmósfera, como aquellas fotos que nos gustaba hacer
de nuestras sombras proyectadas sobre las paredes o sobre las hojas del otoño
caídas en la hierba. Uno tras otros van apareciendo hoteles, restaurantes,
museos, campos y campanarios, caminos, carreteras, desfiladeros, árboles rojos
y amarillos, lagos como cielos, cielos de colores, mercados abigarrados y aromas de flores secas, de velas
y de chocolate; briznas de nieve en los cabellos, manos en las manos…
En
los restaurantes los camareros nos conducían a mesas para dos, una silla a cada
lado, frente por frente, a mí me gustaba cambiar la mía y sentarme a tu lado,
aunque a veces eran enormes y pesadas. Y subíamos deprisa a los taxis y
quedábamos cada uno junto a una ventanilla, yo me aproximaba a ti y tú cogías
mi mano entre las tuyas. Estos gestos parecían divertirte mucho y nos reíamos
como niños libres y felices.
Cuando
he abierto el buzón estos días esperaba encontrar uno de aquellos sobres con
aquella letra alargada, fina, casi ininteligible, pero armoniosa que trazaba ni
nombre debajo de los matasellos que
manchaban de tinta los sellos cuidadosamente escogidos de flores, globos,
objetos curiosos o con la figura del rey al revés, nada era irrelevante y
volvía a verme abriendo aquel humedecido por la ausente lluvia de este año que
contenía las canciones de Compay Segundo o aquel otro de María Joao Pires
interpretando a Chopin.
En
estos días que se inundan de la luz de la nostalgia como el haz que entra por
las rendijas de las puertas cerradas en las horas calientes del verano, también
he ordenado las fotografías y he guardado las nuestras todas juntas en una
caja. Siento la pérdida de aquellas otras que te quedaste y que nunca más
volveré a ver, aunque las conservo en la memoria como si las tuviera entre mis
manos en este instante…aquellas que nos hicimos en Aranjuez en blanco y negro,
como las antiguas.
Vuelvo
a repasarlas, desde ellas me sonríes en la distancia del tiempo o desde ellas
me miras y yo te sonrío, tú detrás de la cámara. Incluso a veces miro aquellos
negativos en los que antes de la moda digital quedaba nuestra imagen en negativo... y del revés. Y visto así, hasta el
amor es una ciudad de siete colinas bajo la luz de Italia.
A
veces me río sola recordando el escalón del salón de tu casa en el que me subía
para abrazarte, la altura perfecta para tu estatura o el día aquel que habíamos
quedado en la Estación de Santa Justa, en Sevilla, solo para viajar en el AVE
hasta Córdoba y cómo llegué en el último segundo a subirme agarrándome a tu
mano tendida, como el héroe rescata a la dama en el último segundo antes de que
se hunda el mundo tras ellos.
Recuerdo
vagamente la historia de aquel marinero que pensaba que era mucho más fácil
viajar de norte a sur que al revés, por la imagen de los mapas colgados en las
paredes de las escuelas. Lo comentabas a menudo cuando usabas nuestro
“submarino”, la agencia de transporte urgente en cuyas furgonetas viajaron de
norte a sur y de sur a norte libros de poemas, recortes de periódicos, sinopsis
de películas, chocolatinas con formas curiosas, como aquella de una llave,
flores escogidas en mi jardín, como los pensamientos que usaste para una
ensalada o las plantas aromáticas y medicinales que preparaba cuidadosamente en bolsas
transparentes de papel de celofán, atadas con cintas doradas o de raso verde
carruaje, con unas etiquetas craqueladas decoradas con guirnaldas menudas y tus
flores secas atadas con rafia o aquella rosa envuelta en papel de seda blanco y
una cartulina rosa que en estos días he enmarcado y la he colgado aquí, junto
al sofá en el que te escribo.
A
veces releo las notas que escribía en aquellos días que pasábamos juntos, como
la primera vez en Madrid. Estabas allí, tumbado boca arriba en aquella cama de
noventa. ¡Cómo te reías recordando mi comentario al entrar en la habitación de
aquel hotel y ver que no había cama de matrimonio! Después ya siempre lo
preguntabas. Yo te observaba sentada en un sillón junto al balcón al caer la
tarde lluviosa y fría. Aún me costaba acostumbrarme al hecho de que me
quisieras. Me había emocionado cuando temblabas como un adolescente tímido entre
mis brazos. Después dormías con aquel cansancio profundo en el que a veces te
sumías.
Tal
vez por eso me acuerdo de las primeras dudas durante aquel viaje al Ariège, en
aquel hotel con nombre de hada junto a un maravilloso lago, aquel en el que
dibujaste en un papel nuestros pies sobre el suelo de madera sentados al borde
de la cama. En medio de tanta felicidad de pronto recorrió mi pensamiento el
título de una vieja película, “La sombra de una duda” del gran maestro Hitchcock.
—En menudo lío nos hemos metido —te comenté en algún momento,
aunque tú no entendiste muy bien lo que pasaba por mi cabeza.
Pensaba en los kilómetros que separaban nuestra vida cotidiana, tu
hijo y los míos, nuestros trabajos respectivos. Llegaría el momento en que
vernos solo de vez en cuando, estar todo el día colgados de un teléfono, o
enviarnos correos electrónicos con poemas de Miquel Martí i Pol o de mi propia cosecha, ya
no sería suficiente.
En el primer aniversario de nuestro encuentro en Madrid me di
cuenta de que no siempre sería fácil. Yo quería verte a toda costa y por
primera vez me gritaste y me dijiste que tenías que trabajar para ganarte la
vida. Claro, como yo y la mayoría de la gente y no nos vimos.
Una mañana de verano nos despertamos temprano. En realidad me
desperté temprano, porque tú siempre estabas ya despierto, de hecho a veces
tenía la sensación de que no dormías nunca. Tu habitación daba a un patio
cuadrado enorme con grandes árboles y pájaros que alborotaban con gran
algarabía. Ya habías mencionado varias veces que deberíamos tener un hijo,
mejor dos niñas. Esa mañana estábamos contentos e incluso pensamos en los
nombres que le pondríamos…Talló, Laia…
En algún momento me di cuenta de que tú hablabas muy en serio y
sentí un miedo espantoso. Me había quedado sola hacía unos años con los hijos
pequeños y además ya no era muy joven. Nunca me hubiera imaginado siquiera
pensado en tener más hijos y te lo dije. Sé que no te gustó nada, pero creo que
fue una de las decisiones más sensatas que he tomado en mi vida.
Sin embargo, algo estaba cambiando entre nosotros. De pronto
tenías celos de todo y de todos, sobre todo de mi hijo mayor y de mi trabajo.
Tú querías que yo buscara un trabajo aquí para ti y lo intenté sin resultado y
tú intentaste buscar un trabajo para mí, pero aún era más difícil por la
dificultad del idioma. Ya no querías resignarte a que estuviésemos viviendo en
la distancia y tus temores y desconfianza aumentaban de día en día. Cuando iba
a verte no querías que quedáramos con amigos ni con otras personas de tu familia,
ni que fuésemos a ningún sitio; no querías venir a mi casa porque decías que
era como “La casa de Bernarda Alba” y no querías ver a mi hijo.
En nuestro sexto aniversario viajé hasta Barcelona para verte, fue
la última vez que nos quisimos apasionadamente y yo me sentía feliz, creí que
habíamos superado nuestras dificultades. Me regalaste aquel libro de Monserrat
Roig “Dime que me quieres, aunque sea mentira” (parafraseando a Johnny Guitar
pidiéndoselo a Joan Crawford). Pero al
cabo de unos meses me dijiste que no sabías a qué había ido yo a tu casa, que
tal vez solo quería un amante y unas vacaciones gratis.
Estabas en la puerta de la estación de Guadix con un aspecto
deplorable, el pelo blanco demasiado largo y rebelde, unos bermudas blancos de
finas rayas azules que no te favorecían nada y una camisa blanca también de
rayas mal remetida por la cintura del pantalón. Habías alquilado en un “rent a car” un coche y mientras íbamos a
buscarlo me explicaste que en lugar del turismo que te habían prometido, te
habían dejado una furgoneta enorme. En ella viajamos durante dos días viendo
cuevas y casas cuevas porque querías diseñar algún proyecto relacionado con
ellas, de hecho nos alojamos en un apartahotel formado por un conjunto de
ellas. He de reconocer que era muy bonita, pero pensar que estábamos debajo de
tierra me daba claustrofobia. A pesar de estar juntos dos días, apenas si
tuvimos intimidad y cada uno regresó a su casa triste y frustrado.
Entre tanto seguías llamándome por teléfono a todas horas y me
dejabas mensajes desagradables en el contestador, cuando hablábamos me
insultabas y me culpabas de tu separación y me acusabas de haberte engañado
haciéndote creer que íbamos a tener dos hijas o que íbamos a vivir juntos y que
luego no era cierto… Luego te arrepentías y decías que lo único que pasaba es
que me querías demasiado y yo te respondía que no me quisieras tanto, pero que
confiaras más en mí.
Tuve que tomar la decisión de decirte que ya no podía más y que
teníamos que terminar nuestra relación.
Al cabo de los meses volvimos a hablar a menudo y una y otra vez
tuve que recordarte que no podíamos volver porque nos hacíamos mucho daño. A
veces te echaba de menos, como ahora y te enviaba postales y tú a mí e incluso
estuve tentada a decirte que iría contigo a ese viaje del que me hablabas, pero
al que nunca fuimos a Oporto y a Lisboa, como nunca fuimos a Colliure ni a la
Toscana…
Al cabo de dos años, conocí a otra persona e inicié una nueva
relación. Tú me llamabas por teléfono a menudo y un día cogió él el teléfono y
te dijo cosas vulgares y ordinarias. Nunca me perdonaré el permitirle la
libertad de que cogiera tú llamada por mí, nunca me perdonaré no haberte
llamado y haber hablado contigo, disculparme, explicarte, algo…
No volví a oír tu voz, aunque después he sabido que insististe en
tus llamadas al teléfono fijo, pero nunca coincidió que yo lo cogiera.
Hace un año un amigo nuestro me localizó a través de las redes
sociales la víspera de Navidad. Solo quería que yo supiera que habías muerto.
Muerto. Leo la palabra escrita y aún no me lo puedo creer, necesitaría saber
por qué decidiste no ir al hospital como me han contado, necesitaría poder
hablar de ello con alguien que estuviera cerca. Le agradecí a esta persona que
se hubiese acordado de mí y me tratara con tanta comprensión, sin preguntas ni
explicaciones. Su respuesta me trajo algún consuelo. Él piensa que no supiste o
no pudiste ser feliz, pero que solo te había visto contento el tiempo que
estuviste conmigo desde que erais unos muchachos.
Le escribí a tu hijo pidiéndole mis cartas, nuestras cartas,
nuestras fotos y aquel libro de poemas que encuaderné para ti con pastas azules
y letras doradas en el lomo que comenzaba con estos versos. Estar contigo o no estar contigo, /es la
medida de mi tiempo. /
Eso fue hace un año y él no me ha respondido. No sé a dónde habrá
ido a parar todo aquello que con tanto amor compartimos durante aquel tiempo.
No me siento la misma desde que sé que no podré volver a verte y
que es tarde para poder contarte lo que siento y sé que esta carta es absurda,
pero necesitaba escribirla para enviarla a ninguna parte.
Me gustaría estar bendecida con tener la fe de quienes dicen
hablar con los espíritus y tener la certeza de que cuando le hablo a tu
fotografía, leo o escucho la grabación de los versos que escribí para el
homenaje que te hicieron los amigos en aquella pequeña e íntima iglesia
románica en el corazón de tus montañas y
que resonaron en sus piedras con mi voz temblorosa por la emoción y el réquiem
de Mozart de fondo, desde alguna parte me estás escuchando y por si acaso me he
comprado un llamador de ángeles y lo he colgado del cabecero de mi cama.
Enhorabuena, Antonia, me hubiese encantado acompañarte. Que lo disfrutes mucho, un abrazo grande. :)
ResponderEliminarEste relato es una genialidad. Ando leyendo cositas por internet y te encontré en búsquedas relacionadas con el certamen. Mi más sincera enhorabuena
ResponderEliminarGracias. Me gustaría saber quién eres.
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