domingo, 11 de marzo de 2012

8 de Marzo, Día Internacional de la Mujer


El mundo te necesita, mujer, ahora, en este instante más que nunca. Necesita las raíces que se aferran a la tierra y los sueños como mariposas que vuelan sin motivo por el cielo. El mundo te necesita mujer, acunando a sus hijos entre los brazos, velando sus oscuros fantasmas de las noches, acariciando sus manos con tus manos. El mundo te necesita, mujer, el ritmo de tus caderas iluminando las sombras en las calles, la brisa de tu cabello temblando en los jazmines detrás del muro de los patios. El mundo, mujer, necesita la ternura de tu mirada, la humildad de los detalles que embellecen con su presencia los espacios. Necesita tu voz lanzando a los cuatro vientos la sabiduría heredada de las madres y las madres de sus madres…así en esa cadena de amor capaz de derribar los muros más gruesos blandiendo en alto la esperanza. El mundo necesita de tu amplia mirada hacia el futuro, tu necesidad de tener llena la despensa y el corazón grande.
Necesita tus risas y tus lágrimas, tus emociones y tus sentimientos y tu presencia en todos los lugares y las cosas, no para ser como un hombre, sino para ser en toda tu esencia una MUJER.
                        Antonia Toscano López

"El ascensor". Primer finalista del IV Premio de Relato Corto Rastrillo de Nuevo Futuro



Soy Marina y acabo de despertar de un sueño.
Estoy en el ascensor, pero no parece que se mueva. Se ha ido la luz. Aún así, un tenue brillo metálico parece desprenderse de las cuatro paredes. Debe ser la luz de emergencia sacando un pálido reflejo del espejo.
Analizo la situación. Siempre lo analizo todo. Por qué, por qué…por qué. ¿A dónde me dirigía? Creo que discutí con alguien. Sí, eso fue. Mientras estoy sentada, casi tirada, en uno de los rincones del ascensor, no sé cual, me siento aturdida y la luz es tan escasa que no puedo reconocer la puerta.
Debía de ser tarde, muy tarde, de madrugada y estaba muy alterada. En los últimos meses las diferencias  con Manuel se habían acentuado y ya discutíamos por cualquier cosa. Esta última vez debió ser muy fuerte para que yo me saliera de mi propia casa. Vivo en un ático, es como vivir fuera de la ciudad, sin tejados delante, con el cielo por montera y el espectáculo de nubes, pájaros y lluvia delante de los ojos.
Voy a intentar levantarme. No sé cómo me he dormido en semejante lugar. Me doy cuenta de que tengo los pies desnudos, pero estoy vestida. ¿Por qué no me habré puesto los zapatos? Siento el cuerpo entumecido, pesado, dolorido. Me aferro a la barandilla del ascensor y palpo las frías paredes. Si, aquí está la puerta, a la derecha palpo los botones y los pulso todos… nada. Claro, no hay luz. Grito con todas mis fuerzas, pero el sonido reverbera dentro de mí. No tengo voz.
Vuelvo al rincón y me acurruco sobre mí misma.
Cientos de reproches habían surgido entre nosotros desgastándonos, erosionándonos como la marejada contra los acantilados. Manuel pretendía ser el dueño de todo, de nuestro espacio, de nuestro tiempo, de nuestros pensamientos. No había sido nunca, desde el comienzo hace unos años, una postura abierta y violenta, sino retorcida y febril, llena de interpretaciones negativas, de celos escondidos, de huidas, de palabras en clave y pruebas secretas de las que casi nunca salía victoriosa.
¿Qué puedo hacer? ¿Qué está ocurriendo fuera? Un silencio profundo me atraviesa los tímpanos dolorosamente. Algo me oprime intensamente el pecho y el silencio se rompe con los latidos acelerados de mi propio corazón. ¿Es esto un ataque de pánico?
Recuerdo la consulta del psiquiatra, con grandes ventanales y estanterías que en lugar de libros, estaban llenas de plantas en tiestos de diversas formas y colores, potos, alegrías, begonias… Trastorno de ansiedad, estrés psicosocial, diagnóstico llenos de palabras a veces incomprensibles para explicar un vacío interior inexplicable.
No sé qué día es, ni la hora. Miro a mi alrededor, no traigo ningún bolso. Mi chaqueta azul de algodón tiene unos grandes bolsillos, pero dentro solo hay un paquete de pañuelos de papel, de esos que huelen a menta, no llevo un teléfono móvil, ni unas llaves, nada más…
Me abandonaré a mi suerte. Tal vez si acepto que estoy aquí, sola, que tengo frío, que el tiempo parece ser de goma y se estira sin piedad, vuelva la luz o llegará alguien y se dará cuenta de que estoy aquí dentro, o tal vez alguien me eche en falta en algún sitio…
Cierro los ojos y respiro profundamente.
Yo era pequeña cuando vivíamos en el campo. Aquel lugar era mágico, un bosque de alcornoques y quejigos, recuerdo cuando éstos en otoño se tornaban de oro, como un Lothlorien. En el mes de Abril nació mi hermano pequeño y Lucrecio, un hermano de mi padre, había venido a visitarnos. Llegó caminando por senderos tortuosos, caminos de cabras, unos seis kilómetros desde el pueblo. A la caída de la tarde, se sentaba junto a mí en los pequeños banquetes de corcho, arrimados a la mesa rectangular con un hule de cuadros verdes y me daba de comer. A la mañana siguiente corrí hacia él con su gorra gris entre las manos, ya estaba subido al mulo para irse e inclinó su cuerpo cuanto pudo con el brazo extendido, mientras yo estiraba mi pequeño cuerpo, de puntillas como una bailarina. Una fina lluvia caía sobre la encharcada tierra.
A la noche yacía frío, mudo, pequeño y extraño en su ataúd de pino. La lluvia jarreaba inclemente tras los cristales de las ventanas recortadas en los inmensos muros de piedra y cal.
Me he adormilado y mientras tanto nada ha ocurrido. Un llanto sin lágrimas me recorre por dentro. Un punto de rebeldía me hace desear volver a levantarme, me revuelvo en el suelo, gateando, palmo a palmo hacia la barandilla y vuelvo a caer a la más mínima duda. Vuelvo a intentarlo, una vez, otra vez y otra… Huele a goma y a polvo, como en los automóviles viejos.
Una mirada de silencio atraviesa el espacio que separa nuestros ojos, una mirada negra, turbia, rencorosa, sin esperanzas. Hemos paseado entre la gente y entrado en locales ruidosos y llenos de humo, de la mano. Al principio nuestros corazones estaban tan cerca, tan tibios, tan tiernos como nuestras manos, ya no.
Mis tías Isabel y Margarita no eran gemelas, de hecho ni siquiera parecían hermanas, ni se llevaban bien, aunque se admiraban mutuamente a distancia. Yo estaba lejos de casa, en la universidad, cuando me avisaron de que Margarita se estaba muriendo. Fui a visitarla a aquella misma casa en la que en otra ocasión me había mordido el perro que vigilaba el jardín de los magnolios. Su rostro parecía de cera, blanco brillante, aunque sus mejillas estaban inusualmente enrojecidas, sobre el blanco del esbozo de las sábanas, en aquella habitación larga, demasiado larga, con tres camas pequeñas y el baño al fondo, No era su casa, de hecho, ella nunca tuvo casa, siempre vivió en casas ajenas en las que trabajó de cocinera, niñera y comodín de servicio permanente, nunca se casó, nunca tuvo hijos propios.
Era el mes de febrero, húmedo, verde gris, frío; frío que calaba hasta los huesos, sobre todo en el Cementerio de San Miguel, en lo alto de un monte, con el mar a lo lejos, frontera y esperanza. Fríos y húmedos debían estar los huesos de los muertos en aquellas viejas tumbas, panteones y  mausoleos de mármol y granito resquebrajados por el tiempo y la imagen pétrea de la fe alada, con los ojos vendados y una espada erguida delante de su cabeza, levantada por una mano firme e inmóvil. Fríos y húmedos debían estar los huesos del pequeño cuerpo escuálido, al que el rigor mortis hacía conservar una especie de dignidad…
Abro los ojos. Todo sigue en la oscuridad, aunque la luz mortecina de los focos de emergencia cada vez parece más brillante, tal vez sean las horas que llevo aquí lo que me hace percibirlo así.  Un nuevo ataque de rabia me hace golpear desesperadamente los fragmentos del suelo y las paredes que tengo a mi alcance, finalmente me abandonan las fuerzas y permanezco ahora tendida bocarriba, mirando al techo, en el centro hay un círculo que aloja el espacio donde está el sistema de iluminación de la cabina…
Dos días más tarde iba en el autobús. Sola, desmadejada, con la cara pegada a la ventana contemplando la lluvia y sus caprichosos senderos en los cristales y en las laderas de las montañas. A medida que el autobús subía renqueando la empinada carretera, los regueros de agua se transformaban en impactos de nieve derretida, después en copos que resbalaban suavemente en la superficie gélida y pulida de los cristales. En la cuneta  y los taludes se iban acumulando manchas blancas sobre la tierra rojiza y los matorrales de aulagas en los que despuntaban las primeras flores amarillas. El viaje se hacía interminable y los pensamientos también. La tía Isabel había muerto.
La habían amortajado improvisando un dormitorio en el comedor donde habían instalado su cama, la alta cama con faroles de bronce en las esquinas debajo de la que me había escondido tantas veces, cuando ella dejaba marcada la huella de sus dedos, como rodadas de tractores en miniatura, sobre la piel de mi cuerpo. Habían usado una colonia de bebés para amortiguar el olor de los difuntos.
Se oyen ruidos fuera. Tal vez alguien ha venido a sacarme de aquí. Grito, grito, grito con todas mis fuerzas, desde dentro, con todo mi cuerpo, no oigo mi propia voz, pero sigo gritando, una vez más, y otra…
Cada mañana se formaban las filas de niñas en el precioso patio cubierto del colegio, con los babis de cuadritos verdes y blancos. La música de las canciones inundaba las calles estrechas saliendo por los huecos de las jardineras que coronaban los muros, las gitanillas de color rosa colgando sobre los blancos paramentos. En el techo, de tanto en tanto, colgaban macetones con forma de cono invertido, con helechos.
A primeros de Noviembre, en el día de los difuntos, la preceptiva visita al cementerio. Ese año fue diferente. Una niña pequeña había muerto de tétanos, se había clavado la varilla de un paraguas junto al ojo izquierdo. Nos llevaron a verla, en el ataúd blanco, con su vestido blanco de la primera comunión que había hecho el pasado mes de mayo.
Su piel era mate, de color verdoso, como la de un árbol talado que comienza a secarse. Parecía una muñeca de madera, tan rígida que habían tenido que dejarle el escote del vestido por debajo de las axilas.
Tengo la sensación de que ha pasado mucho tiempo. Se oyen voces lejanas y ruidos entre los que he creído reconocer el ulular de una ambulancia ¿o será la policía? No sé, tal vez sea el momento de abandonarse del todo ya que el otro lado del mundo parece estar tan cerca.
Ahí está mi padre, bueno, supongo que no es él. Murió hace ya veinte años. En los dos últimos años de su vida su memoria se fue debilitando, tanto que nos confundía con su madre, con sus hermanas y a mi hermano con aquel hermano suyo al que más de una vez tuvo que ir a buscar a la trastienda del bar de Pedro “el Mónico”, donde se jugaban partidas ilegales de cartas. La tía Josefa venía a suplicarle que lo hiciera cuando ya llevaba dos o tres días sin aparecer por su casa. Francisco era su hermano mayor y sin embargo siempre cuidó de él y de los demás, como si fuera un padre.
Se fue esfumando día  a día durante dos meses y medio. Besé su frente cerúlea para despedirlo en la madrugada del treinta de Junio. Esta vez hacía mucho calor…
 ***
Un reducido grupo de curiosos se había reunido en la puerta de un edificio de la avenida de los Tilos, a los que se iban uniendo algunos viandantes más, a pesar de lo intempestivo de la hora, las seis y veinte de la mañana, cuando aparecieron en escena un camión de los bomberos, una ambulancia y unos coches de la policía. Alguien había dado la voz de alarma. Se había declarado un incendio en el ático. Los bomberos se hicieron cargo de la situación rápidamente desplegando las escaleras hasta la quinta planta para sofocar las llamas agitadas por el viento de levante. Mientras tanto, otros efectivos entraban apresuradamente en el edificio y organizaban el desalojo de los vecinos, la mayoría de ellos profundamente dormidos que se levantaron desorientados y aturdidos, obedeciendo como autómatas las órdenes, sin ser conscientes aún de lo que ocurría. Un bombero joven abría la puerta del ascensor en cada planta con las llaves de avería ya que no había suministro eléctrico.
En la calle, la policía acordonaba la acera y preguntaba a los presentes si tenían idea de lo ocurrido. Nada. Sólo habían visto el intenso humo y a alguien se le había ocurrido llamar a emergencias.
Los bomberos lograron controlar el fuego en poco más de media hora. Afortunadamente, no se había extendido a otros pisos, se concentraba en uno de los áticos. Accedieron al interior y encontraron a un hombre joven tirado en el suelo, inconsciente y con graves quemaduras que fue trasladado urgentemente a la ambulancia.
El joven bombero que abría las puertas del ascensor, al llegar al cuarto piso pudo comprobar que éste se encontraba detenido entre esta planta y la siguiente. Comenzó a gritar llamando a quien estaba dentro, pero no obtenía respuesta. Dio el aviso para que algún compañero acudiera en su ayuda para abrir la puerta. Cuando lo consiguieron, pudieron ver un cuerpo de mujer abandonado en el suelo, como una muñeca de trapo rota, con los pies descalzos. Aún estaba caliente, pero sin pulso y al retirar las manos para llamar al equipo médico de la ambulancia, advirtió que estaban manchadas de sangre.

Al día siguiente, una pequeña nota en la columna de sucesos de los periódicos: “Marina, una nueva víctima de la violencia de género…El agresor, que provocó un incendio en el ático en el que vivían, se encuentra hospitalizado con graves quemaduras en el 70% de su cuerpo”.



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