sábado, 9 de junio de 2012

Primer Premio Certamen de declaración de amor (Dime que me quieres)

Publicación de los relatos premiados y finalistas

Placa conmemorativa


Seudónimo: Francesca Andrade
Los recuerdos son la ficción de nuestra propia vida. Son el resultado de depositar los frutos de la vida en el macerante licor de la memoria; al final, su sabor puede ser ardiente y agridulce, pero nunca podrán volver a su forma primitiva de pétalos blancos arracimados en el extremo de unas flores.


Es tarde




Llevo varias horas pensando en escribir esta carta, pero la desazón que me provoca su inutilidad ha postergado una y otra vez el comienzo. Aún ahora que ya estoy viendo las letras surgir de la nada en la blanca pantalla con el fondo intensamente azul, no le encuentro sentido porque ya es tarde.
Los recuerdos se mezclan de forma intemporal en la memoria sin estar sujetos a la disciplina del tiempo.
A veces es la imagen de un pequeño automóvil rojo serpenteando por empinadas carreteras de montaña bajo una intensa lluvia, una lluvia de julio. Éramos jóvenes y veía tu perfil afilado y tu largo flequillo recortados sobre el cristal de la ventanilla, detrás todo era verde y húmedo. Tus manos eran seguras y precisas al girar el volante. En el asiento de atrás iba Miguel, con su gran bigote y sus pobladas cejas, como una visera sobre sus ojos verdes, junto a aquella atractiva mujer de la que se había enamorado a primera vista. Su romance fue intenso, pero corto, solo duró unos meses porque ella se cansó. Desde el radio cassette la voz de Marlene Dietrich cantaba Lili Marleen con una voz antigua y lejana.
Sin pretenderlo me he ido al primer recuerdo, el de aquellos breves días en Asturias. Mi hijo dice que el azar no existe, que las cosas que le atribuimos tienen unas causas o reglas que desconocemos. Yo no estoy segura de que él esté en lo cierto. Para que yo estuviera allí, en aquel coche, entre aquellas montañas que no había visto antes, otras tres personas renunciaron a este viaje que se presentó de forma inesperada en el trabajo. Tuve que quedar en el aeropuerto con unos desconocidos y viajar por primera vez en avión con un arquitecto que contaba chistes y un escultor que tenía miedo a volar.
Este pequeño viaje dentro del viaje es mi recuerdo más nítido de aquellos días, aquellos en los que comenzó todo.
Muchos años después tú me hablaste de unos poemas que yo te había escrito y que metí por debajo de tu puerta la madrugada en la que me marché, pero yo no los recuerdo.
Quince años más tarde, un sábado por la noche yo estaba sentada en el sofá del salón con un montón de pañuelos de papel arrugados junto a mí, creo que era a finales de noviembre, cuando sonó el teléfono. Estaba viendo una película que me habían recomendado, “Quédate a mi lado” protagonizada por Julia Roberts y Susan Sarandon y una voz cuyo registro me resultó lejanamente familiar, me hablaba desde algún lugar ignorado.
—No soy un vendedor de enciclopedias ni le llamo del Corte Inglés.
A medida que iba hablando, el recuerdo de su voz se hacía más nítido y claro. Eras tú.
—Me he acordado de ti cuando han hablado de la muerte de Rafael Alberti y he buscado tu nombre en la guía de teléfonos.
Los recuerdos se agolpan en la memoria. Aquella vez que andábamos por las montañas, tus montañas, después de haber atravesado pueblos minúsculos con casas del color de la tierra y recorrido húmedos caminos sin asfaltar, allí estabas con tu hijo que tendría entonces tres años y su cometa roja flotando al viento bajo el cielo gris y sus brillantes botas de agua de un intenso color amarillo.
Otras montañas bien diferentes son el escenario de otros recuerdos, unas imágenes extrañas de unos pueblos de la Alpujarra granadina a la que fui con un amigo entrañable en aquel destartalado “cuatro latas” de color verde quirófano que yo tenía por entonces. Tú te mostraste esquivo y distante, pendiente de una atractiva mujer que venía de Monfragüe, con la que en la soleada mañana de un sábado te fuiste montando a caballo a hacer una ruta, mientras yo me quedaba triste porque no había monturas para todos.
No fue la única vez que te vi así, también aquel día en el aeropuerto, creo que fue en aquellos días de mayo en los que recorrimos muchos kilómetros por el Penedés. No sé por qué te sentías tan incómodo o tan enfadado.
Algunos de aquellos viajes fueron muy desdichados, con aquella supuesta amiga que me acogía en su casa amablemente, pero que con el tiempo comprendí que solo me utilizaba para ocultar sus escarceos amorosos a los ojos de un marido aburrido al que solo le gustaba pescar y jugar al tenis y con el que tenía dos preciosos hijos. Aún recuerdo aquella larga tarde que se hizo noche en el castillo de Montjuit, sola, sin conocer a nadie, mientras ella acudía a una cita con un tipo de Santander. Me parecía muy interesante su imagen de mujer mundana y moderna y ella encontró a quien confiar sus traiciones. Yo estaba tan lejos de su casa y de su círculo que no representaba ningún peligro para ella y me escribía largas cartas con su letra redonda y suelta de niña de colegio de monjas. Cuando aquella doble vida desapareció ya no me necesitaba. Tú no querías ni mencionarla, pensabas que era una mujer egocéntrica que solo estaba pendiente de sí misma y sus caprichos. Probablemente tuvieras razón.
Aquel verano del dos mil volvimos a vernos otra vez después de diez años, si porque la primera vez que estuviste aquí fue con tu mujer, tu hijo y aquel abogado de Marbella, a dónde habías venido a descansar después de que te diagnosticaran aquella enfermedad. Aún tengo las fotos de aquel día que me diste mucho tiempo después, allí estamos todos en los balcones del mirador: mi marido, mi hijo en su cochecito, vosotros… Tú estabas extremadamente delgado y tu hijo, con esa seriedad heredada de ti, comentaba sorprendido que mi hijo tenía cero años. Yo quería mostraros todo el mosaico de paisajes desconocidos e ignorados de esta tierra siempre sorprendente, pero tú tenías unos horarios muy estrictos para las comidas y solo hicimos una pequeña ruta turística por el laberinto de calles empedradas y angostas.
Un largo paréntesis se abrió entre nosotros desde esta inesperada visita hasta aquella noche de noviembre, un largo silencio profundo y vacío.
Ah, nuestro reencuentro fue divertido y agotador. Desde aquella noche en la que me llamaste por teléfono hablábamos muy a menudo y tú me llamabas mi amor andaluz Será que tiene un amor en cada puertopensaba yo.
Fue en el mes de agosto. Habíamos quedado en vernos en Granada, a pesar de lo mucho que me gusta esta ciudad no he estado en ella tantas veces como correspondería al placer que siento al verla. Aparqué el coche en el primer sitio que encontré porque el tráfico es infernal como en cualquier otra parte o más y cogí un taxi hasta el hotel en el que te alojabas. Te esperé en la recepción. Cuando apareciste no te reconocí, creí que eras un extranjero, un viajero solitario de los muchos que han venido a Andalucía a recorrer sus caminos, como Richard Ford, Teófilo Gautier o Ernest Hemingway, con tu barba blanca, y tus blancos cabellos asomando por debajo de aquel ridículo sombrero de color mostaza que tanto te gustaba ponerte, tu pequeña maleta con ruedas y tu andar incierto.
Aún estaba reponiéndome de la sorpresa de tu aspecto y tú me contabas los planes para el día cuando te llamaron por teléfono. Aquel joven y encantador matrimonio que te había invitado a un pueblo de la Sierra de Cazorla, acababa de llegar a recogerte, aunque tú lo esperabas por la tarde.
Dios mío ¿Qué hacía yo después de haber hecho tantos kilómetros para ir a verte? Me sentía desconcertada, estábamos a merced de lo que unos extraños para mí quisieran y parecían tener mucha prisa.
 Sin ningún equipaje, solo con lo puesto y sin haberlo previsto, acepté la propuesta de acompañaros. Tú te subiste a mi coche y allá que nos fuimos siguiendo el coche del joven matrimonio que nos precedía. Llegamos pasadas las tres de la tarde a un hermoso merendero a orillas de un pantano que se perdía en el horizonte y nos sentamos a una larga mesa como la que se prepara para las bodas, comiendo bajo aquel intenso calor.
El pueblo, como tantos otros de Andalucía en el día de la Virgen de agosto, estaba en feria, lleno de bombillas de colores y música ruidosa y pachanguera por todas partes, incluso delante de la casa de nuestros anfitriones. Nos dieron un cuarto con una pequeña ventana con cortinas de flores que daba a la calle principal, cada uno en una cama, con las luces apagadas, hablando y con una insoportable banda sonora de fondo hasta que el cansancio pudo más que cualquier ruido y dormimos por un breve espacio de tiempo hasta que una banda de música tocaba la diana floreada, la fiesta continuaba. Desayunamos en un bar y me dispuse a irme. Tú me constaste después que te habías quedado triste porque me marché sin un gesto de emoción, en realidad estaba agotada y no quería irme, pero como tú sabías, no traía equipaje.
Es Navidad y me siento triste. Los recuerdos me llevan a buscar los lugares en los que estuvimos juntos. Escribo nombres en el buscador de internet una y otra vez intentando encontrar una imagen en la que situar las siluetas de nuestros cuerpos recortadas en su atmósfera, como aquellas fotos que nos gustaba hacer de nuestras sombras proyectadas sobre las paredes o sobre las hojas del otoño caídas en la hierba. Uno tras otros van apareciendo hoteles, restaurantes, museos, campos y campanarios, caminos, carreteras, desfiladeros, árboles rojos y amarillos, lagos como cielos, cielos de colores, mercados  abigarrados y aromas de flores secas, de velas y de chocolate; briznas de nieve en los cabellos, manos en las manos…
En los restaurantes los camareros nos conducían a mesas para dos, una silla a cada lado, frente por frente, a mí me gustaba cambiar la mía y sentarme a tu lado, aunque a veces eran enormes y pesadas. Y subíamos deprisa a los taxis y quedábamos cada uno junto a una ventanilla, yo me aproximaba a ti y tú cogías mi mano entre las tuyas. Estos gestos parecían divertirte mucho y nos reíamos como niños libres y felices.
Cuando he abierto el buzón estos días esperaba encontrar uno de aquellos sobres con aquella letra alargada, fina, casi ininteligible, pero armoniosa que trazaba ni nombre debajo de los matasellos  que manchaban de tinta los sellos cuidadosamente escogidos de flores, globos, objetos curiosos o con la figura del rey al revés, nada era irrelevante y volvía a verme abriendo aquel humedecido por la ausente lluvia de este año que contenía las canciones de Compay Segundo o aquel otro de María Joao Pires interpretando a Chopin.
En estos días que se inundan de la luz de la nostalgia como el haz que entra por las rendijas de las puertas cerradas en las horas calientes del verano, también he ordenado las fotografías y he guardado las nuestras todas juntas en una caja. Siento la pérdida de aquellas otras que te quedaste y que nunca más volveré a ver, aunque las conservo en la memoria como si las tuviera entre mis manos en este instante…aquellas que nos hicimos en Aranjuez en blanco y negro, como las antiguas.
Vuelvo a repasarlas, desde ellas me sonríes en la distancia del tiempo o desde ellas me miras y yo te sonrío, tú detrás de la cámara. Incluso a veces miro aquellos negativos en los que antes de la moda digital quedaba nuestra imagen en negativo... y del revés. Y visto así, hasta el amor es una ciudad de siete colinas bajo la luz de Italia.
A veces me río sola recordando el escalón del salón de tu casa en el que me subía para abrazarte, la altura perfecta para tu estatura o el día aquel que habíamos quedado en la Estación de Santa Justa, en Sevilla, solo para viajar en el AVE hasta Córdoba y cómo llegué en el último segundo a subirme agarrándome a tu mano tendida, como el héroe rescata a la dama en el último segundo antes de que se hunda el mundo tras ellos.
Recuerdo vagamente la historia de aquel marinero que pensaba que era mucho más fácil viajar de norte a sur que al revés, por la imagen de los mapas colgados en las paredes de las escuelas. Lo comentabas a menudo cuando usabas nuestro “submarino”, la agencia de transporte urgente en cuyas furgonetas viajaron de norte a sur y de sur a norte libros de poemas, recortes de periódicos, sinopsis de películas, chocolatinas con formas curiosas, como aquella de una llave, flores escogidas en mi jardín, como los pensamientos que usaste para una ensalada o las plantas aromáticas y medicinales que  preparaba cuidadosamente en bolsas transparentes de papel de celofán, atadas con cintas doradas o de raso verde carruaje, con unas etiquetas craqueladas decoradas con guirnaldas menudas y tus flores secas atadas con rafia o aquella rosa envuelta en papel de seda blanco y una cartulina rosa que en estos días he enmarcado y la he colgado aquí, junto al sofá en el que te escribo.
A veces releo las notas que escribía en aquellos días que pasábamos juntos, como la primera vez en Madrid. Estabas allí, tumbado boca arriba en aquella cama de noventa. ¡Cómo te reías recordando mi comentario al entrar en la habitación de aquel hotel y ver que no había cama de matrimonio! Después ya siempre lo preguntabas. Yo te observaba sentada en un sillón junto al balcón al caer la tarde lluviosa y fría. Aún me costaba acostumbrarme al hecho de que me quisieras. Me había emocionado cuando temblabas como un adolescente tímido entre mis brazos. Después dormías con aquel cansancio profundo en el que a veces te sumías.
Tal vez por eso me acuerdo de las primeras dudas durante aquel viaje al Ariège, en aquel hotel con nombre de hada junto a un maravilloso lago, aquel en el que dibujaste en un papel nuestros pies sobre el suelo de madera sentados al borde de la cama. En medio de tanta felicidad de pronto recorrió mi pensamiento el título de una vieja película, “La sombra de una duda” del gran maestro Hitchcock.
—En menudo lío nos hemos metido —te comenté en algún momento, aunque tú no entendiste muy bien lo que pasaba por mi cabeza.
Pensaba en los kilómetros que separaban nuestra vida cotidiana, tu hijo y los míos, nuestros trabajos respectivos. Llegaría el momento en que vernos solo de vez en cuando, estar todo el día colgados de un teléfono, o enviarnos correos electrónicos con poemas de  Miquel Martí i Pol o de mi propia cosecha, ya no sería suficiente.
En el primer aniversario de nuestro encuentro en Madrid me di cuenta de que no siempre sería fácil. Yo quería verte a toda costa y por primera vez me gritaste y me dijiste que tenías que trabajar para ganarte la vida. Claro, como yo y la mayoría de la gente y no nos vimos.
Una mañana de verano nos despertamos temprano. En realidad me desperté temprano, porque tú siempre estabas ya despierto, de hecho a veces tenía la sensación de que no dormías nunca. Tu habitación daba a un patio cuadrado enorme con grandes árboles y pájaros que alborotaban con gran algarabía. Ya habías mencionado varias veces que deberíamos tener un hijo, mejor dos niñas. Esa mañana estábamos contentos e incluso pensamos en los nombres que le pondríamos…Talló, Laia…
En algún momento me di cuenta de que tú hablabas muy en serio y sentí un miedo espantoso. Me había quedado sola hacía unos años con los hijos pequeños y además ya no era muy joven. Nunca me hubiera imaginado siquiera pensado en tener más hijos y te lo dije. Sé que no te gustó nada, pero creo que fue una de las decisiones más sensatas que he tomado en mi vida.
Sin embargo, algo estaba cambiando entre nosotros. De pronto tenías celos de todo y de todos, sobre todo de mi hijo mayor y de mi trabajo. Tú querías que yo buscara un trabajo aquí para ti y lo intenté sin resultado y tú intentaste buscar un trabajo para mí, pero aún era más difícil por la dificultad del idioma. Ya no querías resignarte a que estuviésemos viviendo en la distancia y tus temores y desconfianza aumentaban de día en día. Cuando iba a verte no querías que quedáramos con amigos ni con otras personas de tu familia, ni que fuésemos a ningún sitio; no querías venir a mi casa porque decías que era como “La casa de Bernarda Alba” y no querías ver a mi hijo.
En nuestro sexto aniversario viajé hasta Barcelona para verte, fue la última vez que nos quisimos apasionadamente y yo me sentía feliz, creí que habíamos superado nuestras dificultades. Me regalaste aquel libro de Monserrat Roig “Dime que me quieres, aunque sea mentira” (parafraseando a Johnny Guitar pidiéndoselo a Joan Crawford).  Pero al cabo de unos meses me dijiste que no sabías a qué había ido yo a tu casa, que tal vez solo quería un amante y unas vacaciones gratis.
Estabas en la puerta de la estación de Guadix con un aspecto deplorable, el pelo blanco demasiado largo y rebelde, unos bermudas blancos de finas rayas azules que no te favorecían nada y una camisa blanca también de rayas mal remetida por la cintura del pantalón. Habías alquilado en un “rent a car” un coche y mientras íbamos a buscarlo me explicaste que en lugar del turismo que te habían prometido, te habían dejado una furgoneta enorme. En ella viajamos durante dos días viendo cuevas y casas cuevas porque querías diseñar algún proyecto relacionado con ellas, de hecho nos alojamos en un apartahotel formado por un conjunto de ellas. He de reconocer que era muy bonita, pero pensar que estábamos debajo de tierra me daba claustrofobia. A pesar de estar juntos dos días, apenas si tuvimos intimidad y cada uno regresó a su casa triste y frustrado.
Entre tanto seguías llamándome por teléfono a todas horas y me dejabas mensajes desagradables en el contestador, cuando hablábamos me insultabas y me culpabas de tu separación y me acusabas de haberte engañado haciéndote creer que íbamos a tener dos hijas o que íbamos a vivir juntos y que luego no era cierto… Luego te arrepentías y decías que lo único que pasaba es que me querías demasiado y yo te respondía que no me quisieras tanto, pero que confiaras más en mí.
Tuve que tomar la decisión de decirte que ya no podía más y que teníamos que terminar nuestra relación.
Al cabo de los meses volvimos a hablar a menudo y una y otra vez tuve que recordarte que no podíamos volver porque nos hacíamos mucho daño. A veces te echaba de menos, como ahora y te enviaba postales y tú a mí e incluso estuve tentada a decirte que iría contigo a ese viaje del que me hablabas, pero al que nunca fuimos a Oporto y a Lisboa, como nunca fuimos a Colliure ni a la Toscana…
Al cabo de dos años, conocí a otra persona e inicié una nueva relación. Tú me llamabas por teléfono a menudo y un día cogió él el teléfono y te dijo cosas vulgares y ordinarias. Nunca me perdonaré el permitirle la libertad de que cogiera tú llamada por mí, nunca me perdonaré no haberte llamado y haber hablado contigo, disculparme, explicarte, algo…
No volví a oír tu voz, aunque después he sabido que insististe en tus llamadas al teléfono fijo, pero nunca coincidió que yo lo cogiera.
Hace un año un amigo nuestro me localizó a través de las redes sociales la víspera de Navidad. Solo quería que yo supiera que habías muerto. Muerto. Leo la palabra escrita y aún no me lo puedo creer, necesitaría saber por qué decidiste no ir al hospital como me han contado, necesitaría poder hablar de ello con alguien que estuviera cerca. Le agradecí a esta persona que se hubiese acordado de mí y me tratara con tanta comprensión, sin preguntas ni explicaciones. Su respuesta me trajo algún consuelo. Él piensa que no supiste o no pudiste ser feliz, pero que solo te había visto contento el tiempo que estuviste conmigo desde que erais unos muchachos.
Le escribí a tu hijo pidiéndole mis cartas, nuestras cartas, nuestras fotos y aquel libro de poemas que encuaderné para ti con pastas azules y letras doradas en el lomo que comenzaba con estos versos. Estar contigo o no estar contigo, /es la medida de mi tiempo. /
Eso fue hace un año y él no me ha respondido. No sé a dónde habrá ido a parar todo aquello que con tanto amor compartimos durante aquel tiempo.
No me siento la misma desde que sé que no podré volver a verte y que es tarde para poder contarte lo que siento y sé que esta carta es absurda, pero necesitaba escribirla para enviarla a ninguna parte.
Me gustaría estar bendecida con tener la fe de quienes dicen hablar con los espíritus y tener la certeza de que cuando le hablo a tu fotografía, leo o escucho la grabación de los versos que escribí para el homenaje que te hicieron los amigos en aquella pequeña e íntima iglesia románica  en el corazón de tus montañas y que resonaron en sus piedras con mi voz temblorosa por la emoción y el réquiem de Mozart de fondo, desde alguna parte me estás escuchando y por si acaso me he comprado un llamador de ángeles y lo he colgado del cabecero de mi cama.



















El espantapájaros

El espantapájaros
XIX octava de Miguel Hernandez

Centenario Miguel Hernandez

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