miércoles, 14 de abril de 2010

Los girasoles ciegos. Alberto Méndez

"Si el corazón pensara dejaría de latir", ...


El primer relato, o primera derrota, nos habla del capitán Alegría. Oficial del ejército fascista, Carlos Alegría se rinde a los republicanos cuando las tropas golpistas están entrando en Madrid. Postura que, lógicamente, no es entendida por ninguno de los dos bandos, pero que el oficial explica que toma, entre otras muchas razones aparentemente arbitrarias, porque sus correligionarios no querían ganar la guerra, sino matar al enemigo. Su entrega le acallará la mala conciencia de haber sido miembro de un ejército que, para vencer, ha tenido que cometer tantas atrocidades y crímenes Como dice Ramón Pedregal a propósito de una reseña sobre el libro: “El capitán Alegría es un Bartleby que cuestiona la norma de aquellos con los que vive y no puede abandonar su visión de lo que ocurre”.

La segunda derrota, quizá el relato más logrado y sobrecogedor de los cuatro, nos cuenta el breve periplo de un joven poeta que huye de los vencedores hacia las montañas asturianas en compañía de su mujer embarazada. En medio de la soledad y el frío la muchacha da a luz a un niño y muere tras el parto. A través de un diario íntimo, donde el adolescente deja escrito su miedo, se nos va poniendo en antecedentes de la vana lucha que emprende el joven padre para salvar la vida de su hijo.

El tercer relato, o tercera derrota, gira alrededor del soldado republicano Juan Serna. Cuando el presidente del tribunal que debe juzgarle y su mujer se enteran de que el soldado enemigo conoció y vio morir a su hijo (un ser abyecto que fue fusilado por sus múltiples delitos) le conminan a que hable y hable sobre ese hijo. Intentando arañar unos días más a la existencia, convierte al joven traidor en el héroe que quieren los padres. Mas la impostura pronto le asquea y cuenta la verdad. Verdad que indefectiblemente le llevará a la muerte.

La historia, o la cuarta derrota, que cierra el libro transcurre en la opresiva vida cotidiana del nuevo régimen. En ella se habla de Ricardo. Un “topo” al que toda la familia protege entre miedos y silencios. Desde el armario en el que vive encerrado contempla impotente y horrorizado el acoso libinidoso que sufre su mujer por parte de un diácono, profesor del hijo del matrimonio. El final es dramático y desolador.

Alberto Méndez nos ha dejado con su única obra no sólo un extraordinario ejemplo de composición literaria, sino -y a pesar, de la crudeza de todas las situaciones- una continua muestra de sensibilidad, que puede conmover a todo tipo de lectores. Sencilla, realista y a la vez cargada de simbolismos, Los girasoles ciegos es una obra sobre la memoria. Sobre una memoria colectiva que debe tener definitivamente su asentamiento en el lugar que le corresponde. Porque superar la tragedia de aquella España de represión, marchas militares y ruido de sables, exige, como se dice en la cita inicial de Carlos Piera, asumir, no pasar página o echar en el olvido.

Comentario del relato del libro “Los Girasoles ciegos” Antonia Toscano

I
Al fin la paz,

El reposo y el silencio…

Ya los martillos no golpean la cabeza

Y el dolor

No corta la piel del corazón

Con sus acerados hilos…

Se abandonó el sendero

Embutido de cristales puntiagudos

Sobre el abismo, los abismos:

Ya no te asomas

A los dos bordes de la muerte,

De la vida.

Se acabó la lucha,

Al fin la paz.

Ya reposas tu cara

En la frescura blanda

De almohadas que acarician el olvido…

En el cielo de los suicidas.


II
No volverás a entrar por la puerta de tu casa.

- ¿Es acaso tuya?

Extraño en tu propio corazón

No conoces las piedras del sendero,

Ni el color de las rosas

En el marco de la puerta

Que cuelga como un cuadro

De blancas estrellas

Extraño hasta del vientre

En el que se gestó tu cuerpo

- Ese cuerpo extraño que no es tuyo-

¿Dónde habitas ajeno a tu propio ser?

¿El cielo de los suicidas?

Carta a Josefina Manresa

"Carta", de Miguel Hernández


El palomar de las cartas

abre su imposible vuelo

desde las trémulas mesas

donde se apoya el recuerdo,

la gravedad de la ausencia,

el corazón, el silencio.



Oigo un latido de cartas

navegando hacia su centro.



Donde voy, con las mujeres

y con los hombre me encuentro,

malheridos por la ausencia,

desgastados por el tiempo.



Cartas, relaciones, cartas:

tarjetas postales, sueños,

fragmentos de la ternura

proyectados en el cielo,

lanzados de sangre a sangre

y de deseo a deseo.



Aunque bajo la tierra

mi amante cuerpo esté,

escríbeme a la tierra,

que yo te escribiré.



En un rincón enmudecen

cartas viejas, sobres viejos,

con el color de la edad

sobre la escritura puesto.

Allí perecen las cartas

llenas de estremecimientos.

Allí agoniza la tinta

y desfallecen los pliegos,

y el papel se agujerea

como un breve cementerio

de las pasiones de antes,

de los amores de luego.



Aunque bajo la tierra

mi amante cuerpo esté,

escríbeme a la tierra,

que yo te escribiré.



Cuando te voy a escribir

se emocionan los tinteros:

los negros tinteros fríos

se ponen rojos y trémulos,

y un claro calor humano

sube desde el fondo negro.

Cuando te voy a escribir,

te van a escribir mis huesos:

te escribo con la imborrable

tinta de mi sufrimiento.



Allá va mi carta cálida,

paloma forjada al fuego,

con las dos alas plegadas

y la dirección en medio.

Ave que solo persigue,

para nido aire y cielo,

carne, manos, ojos tuyos

y el espacio de tu aliento.

Y te quedarás desnuda

dentro de tus sentimientos,

sin ropa, para sentirla

del todo contra tu pecho.



Aunque bajo la tierra

mi amante cuerpo esté,

escríbeme a la tierra,

que yo te escribiré.



Ayer se quedó una carta

abandonada y sin dueño,

volando sobre los ojos

de alguien que perdió su cuerpo.

Cartas que se quedan vivas

hablando para los muertos:

papel anhelando, humano,

sin ojos que puedan verlo.



Mientras los colmillos crecen,

cada vez más cerca siento

la leve voz de tu carta

igual que un clamor inmenso.

La recibiré dormido,

si no es posible despierto.

Y mis heridas serán,

los derramados tinteros,

las bocas estremecidas

de rememorar tus besos,

y con su inaudita voz

han de repetir: te quiero.



Miguel Hernández en El hombre acecha. Edición de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia para Cupsa Editorial, 1978.

Mariposa

burka

El abanico

en el espejo

retrato 2

retrato 1

versoatierra.blogspot.com/

El espantapájaros

El espantapájaros
XIX octava de Miguel Hernandez

Centenario Miguel Hernandez

Centenario Miguel Hernandez
para la libertad...