jueves, 19 de julio de 2012

Rilke. Antonio Pau.


RAINER MARIA RILKE. LA BELLEZA Y EL ESPANTO. Editorial Trotta, Madrid 2007.
La vida de Rilke, tenazmente dedicada a la culminación de una obra poética, discurrió por las cimas de la belleza y las simas del espanto. Lo que quedó tras ella son varios miles de poemas que sitúan a su autor en la cabeza de los escritores del siglo XX. Vida y obra se exponen en este libro de Antonio Pau como discurrieron: en una inseparable unidad, en un constante reflejo recíproco.
“Rilke —escribió la poeta rusa María Tsvietáieva— no es un símbolo de nuestro tiempo, es su contrapeso. Guerras, matanzas, carne lacerada en las batallas… y Rilke. Gracias a Rilke nuestro tiempo será perdonado. Por la ley del contrapeso, del equilibrio, Rilke tenía que haber nacido en nuestra época: ha sido su antídoto. En eso estriba su rigurosa contemporaneidad. El tiempo le hizo surgir. Rilke era —es— tan necesario en nuestro tiempo como el sacerdote en el campo de batalla: para rezar por unos y por otros, por ellos y por nosotros. Para que sean iluminados los que aún viven y para que sean perdonados los que han muerto”.
RILKE APÁTRIDA, Editorial Trotta 2011. Hay un momento decisivo en la vida de Rilke: cuando el poeta, apátrida de corazón, se convierte también, para la sociedad y el derecho, en apátrida. Aunque vivió siempre desligado de las cosas del mundo -las suyas cabían en una maleta cuando cambiaba de residencia- y habitó siempre en ese espacio interior, el Weltinnenraum, donde todo adquiría una dimensión trascendente, su mayor desgarro del entorno se produce en 1919: ha terminado la guerra, se ha deshecho el Imperio Austrohúngaro al que pertenecía, y no sabe a dónde ir. Sus obras se difunden, se venden, pero el marco es una moneda devaluada, que se deshace en sus manos con el paso de los días. Sobrevivir se ha convertido en una incertidumbre cotidiana.

Iré cuando la tarde cante.



“Iré, cuando la tarde cante, azul, en verano,
herido por el trigo, a pisar la pradera…”

“El baile de los ahorcados”

En la horca negra bailan, amable manco,
bailan los paladines,
los descarnados danzarines del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.
¡Monseñor Belzebú tira de la corbata
de sus títeres negros, que al cielo gesticulan,
y al darles en la frente un buen zapatillazo
les obliga a bailar ritmos de Villancico!
Sorprendidos, los títeres, juntan sus brazos gráciles:
como un órgano negro, los pechos horadados ,
que antaño damiselas gentiles abrazaban,
se rozan y entrechocan, en espantoso amor.
¡Hurra!, alegres danzantes que perdisteis la panza ,
trenzad vuestras cabriolas pues el tablao es amplio,
¡Que no sepan, por Dios, si es danza o es batalla!
¡Furioso, Belzebú rasga sus violines!
¡Rudos talones; nunca su sandalia se gasta!
Todos se han despojado de su sayo de piel:
lo que queda no asusta y se ve sin escándalo.
En sus cráneos, la nieve ha puesto un blanco gorro.
El cuervo es la cimera de estas cabezas rotas;
cuelga un jirón de carne de su flaca barbilla:
parecen, cuando giran en sombrías refriegas,
rígidos paladines, con bardas de cartón.
¡Hurra!, ¡que el cierzo azuza en el vals de los huesos!
¡y la horca negra muge cual órgano de hierro!
y responden los lobos desde bosques morados:
rojo, en el horizonte, el cielo es un infierno…
¡Zarandéame a estos fúnebres capitanes
que desgranan, ladinos, con largos dedos rotos,
un rosario de amor por sus pálidas vértebras:
¡difuntos, que no estamos aquí en un monasterio! .
Y de pronto, en el centro de esta danza macabra
brinca hacia el cielo rojo, loco, un gran esqueleto,
llevado por el ímpetu, cual corcel se encabrita
y, al sentir en el cuello la cuerda tiesa aún,
crispa sus cortos dedos contra un fémur que cruje
con gritos que recuerdan atroces carcajadas,
y, como un saltimbanqui se agita en su caseta,
vuelve a iniciar su baile al son de la osamenta.
En la horca negra bailan, amable manco,
bailan los paladines,
los descarnados danzarines del diablo;
danzan que danzan sin fin
los esqueletos de Saladín.
Arthur Rimbaud
Charleville, 20 de octubre de 1854 – Marsella, 10 de noviembre de 1891
*La imagen es de Zdzisław Beksiński

Rilke, Toledo y El Greco


Enlace: http://www.abc.es/20111029/local-toledo/abci-rilke-toledo-greco-201110302147.html
Toledo, Rilke y El Greco conforman el triángulo de una pasión. Ángeles de Rilke, ángeles del Greco, ángel de Toledo sin ala en la puerta de Bisagra, calle del Ángel. Vista de Toledo del Greco que impresiona a Rilke en 1908 e impulsa su deseo de conocer esa ciudad que aparece en el cuadro bajo una luz mordiente que la atrae hacia las alturas en un verde llamear.
El año 2012 se cumplen cien años del viaje iniciático de Rainer Maria Rilke a Toledo, ciudad de la que afirmará: «…aquí está expresado el lenguaje de los ángeles, tal como ellos se las ingenian para convivir entre los hombres». En el horizonte de 2014, el Greco también espera su centenario, cuya preparación está en marcha. Consideramos que es preciso el encuentro de estos creadores que engrandecen con su presencia y su universalidad a una ciudad milenaria.


El poeta Rilke con la pluma del dibujante Manuel Manpaso
La fuerza emocional, la cercanía de las fechas, el feliz avatar de la convergencia en las efemérides de dos artistas lejanos en el tiempo, pero muy próximos en motivos de reflexión, interés y creación, y la pasión que Rilke manifiesta por el Greco y por Toledo, bien merece la pena que destinemos estas páginas para acercar más aún a estos artistas y su relación al conocimiento de las gentes.

Contamos con contribuciones muy valiosas a la hermenéutica de la obra de Rilke y al conocimiento de su vida, debidas a grandes especialistas españoles. La ávida atención que nuestro país despertó siempre en el poeta germánico se ha visto recíprocamente correspondida con estudios y ensayos hondos, concluyentes. De entre todos los lugares de España que fueron del interés del gran escritor nacido en Praga, el que le despertó un mayor vivo deseo por conocerlo y vivirlo fue Toledo. Tal vez por eso, la sucesión de los hechos haya querido, fatalmente o por azar, que alguno de los más grandes intérpretes de la obra de Rilke sea toledano, como el notario torrijeño Antonio Pau Pedrón, verdadero fiduciario de la vida y la obra del autor nacido en Praga, de cuyo talento y, muy específicamente, de su relación con Toledo, Pau ha dejado constancia con su firma, bajo escrituras tan bellas como documentadas, en forma de dos ensayos y una biografía, que son razón suficiente para que, con este artículo, le rindamos tributo de admiración y reconocimiento. De la misma manera, expresamos nuestra gratitud a Amador Palacios, que, muy diligentemente, al leer nuestro propósito de escribir este artículo, prefigurado, en un número anterior de Artes&Letras Castilla-La Mancha como un deseo y como un compromiso, nos remitió un ejemplar de su colección de ensayos El pie de la alimaña, donde figuran textos dedicados a El Greco y a Rilke.

Hay mucho de El Greco en Rilke, como hay mucho de Venecia y de Toledo en ambos. El afán por el absoluto, por lo incondicionado, por lo subyacente, por lo inmutable, junto con la conciencia de ser portadores de un don creador con que dar cuenta de su hallazgo o, mejor, de su búsqueda, condujo a los dos por espacios comunes. No creemos que sea exclusivamente lo aleatorio lo que alcance a explicar que estos lugares, junto con otros como Praga o Heraclión, hayan enmarcado el nacimiento, la formación, la vida y el talento de grandes artistas como los que nos ocupan y otros que nos ocuparán en el futuro. (Reservamos un espacio en futuros números de esta publicación para verter una reflexión acerca de lo que une ciudades como las citadas, en las que el arte, la ciencia, la leyenda, y, en suma, la cultura, han determinado una ordenación de su espacio y una forma de vida en el seno de su propia trama urbana). En este texto focalizamos nuestra atención en dos toledanos de adopción, que, desde Creta y Centroeuropa, recalaron en una ciudad, Toledo, que fue, para ellos, tierra de promisión creativa. De hecho, si la casualidad fue lo que condujo a El Greco a Toledo, fue El Greco la causalidad que hizo que Rilke llegara a nuestra ciudad. El presente artículo trata de cómo se produjo tal proceso, de cómo, para la sensibilidad de Rilke, el Toledo de los cuadros de El Greco fue un reclamo irrenunciable, una instancia incontestable para emprender el viaje, porque en esas pinturas, símbolo del absoluto, estaba expreso el anhelo satisfecho de eternidad que el poeta ansiaría durante toda su vida.

De Velázquez a Zuloaga: Hacia el Greco

Se ha enfatizado que la imagen que Rilke se formó de España fue la transmitida por los románticos alemanes, particularmente, por Lessing y Herder, que ven en nuestro país la ínsula entusiasta del Romanticismo que resiste al asedio racionalista francés. Hasta donde tenemos conocimiento, más allá de la imagen idealizada de la libertad romántica, Rilke miró hacia España desde los ojos de su juventud, pues tenemos constancia de que, antes de la conclusión de su bachillerato, compuso un poema dedicado a su, por entonces, idolatrado Velázquez, revelador de sus lecturas apasionadas sobre la historia del arte y de la literatura española que había asumido de las obras del hispanista alemán Adolf Friedrich von Schack. Lo español era para el joven Rilke un embrión de lo que habría de representar después, el cumplimiento de un designio.

La profunda emoción que le levantarían las páginas de von Shack no sería más que el prólogo a un nuevo descubrimiento, el de Ignacio de Zuloaga, que no debe entenderse, sin embargo, más que como un lapso entre la pasión primigenia por lo español y la verdadera epifanía que supuso el acceso a la obra de El Greco. Con todo, Zuloaga inspiró, en principio, auténtica veneración en El Greco. El primer contacto con la obra del pintor vasco fue en Berlín, en la casa Shulte, en el año 1900; al año siguiente, se desplazaría a Dresde, donde tendría oportunidad de contemplar una exposición del pintor eibarrés; en 1902, asiste, en Bremen, a la inauguración de la galería de pinturas de esta ciudad, donde volvió a contemplar algunas pinturas más de Zuloaga. Estos precedentes servirían de prefacio al encuentro entre el poeta y el pintor, que tuvo lugar en París, en el año 1902. Cuando Rilke, que era secretario personal del escultor Rodin, tuvo noticia de la presencia de Zuloaga en la ciudad del Sena, aprovechó la ocasión para solicitarle una cita por medio de una carta, a la que adjuntó un ejemplar de su Libro de las imágenes. La pasión de Rilke por la vena creativa de Zuloaga es incuestionable, como lo demuestra el deseo del poeta de escribir una monografía sobre el pintor de Éibar. De ese encuentro, que, en efecto, se produjo, se derivaron dos consecuencias: por un lado, Rilke perdió todo interés por conformar su monografía sobre Zuloaga, y por otro, el centro gravitatorio de su pasión por el arte español se había desplazado hacia El Greco. Pudo suceder, como se ha aventurado, que Zuloaga minusvalorara a Rilke y que este contestara a ese signo de displicencia con su propio desdén; pudo suceder, sin más, que Rilke se deslumbrara ante la contemplación de los cuadros de El Greco que el pintor vasco poseía y conservaba en su estudio parisino. Sea como fuere, el cambio no aconteció como el producto de una mentalidad voluble y fetichista, sino como el final de un proceso que comprende, al menos, el intervalo que va de los años 1902 a 1906, fechas de un epistolario que revela una admiración por Zuloaga sostenida en el tiempo (al menos dos poemas, «La bailarina española» y «Corrida», son atribuibles a su influjo). Por lo demás, el episodio de la contemplación de los grecos en posesión del pintor vasco tuvo un cariz de verdadero despertar en el espíritu del poeta en plena evolución hacia su madurez creativa; y, aunque solo fuera por esa razón, es de justicia señalar a Zuloaga como un episodio decisivo en la vida y en la obra de Rilke, un feliz encuentro que traerá a Toledo a este autor esteticista de sonido trascendente que va a encontrar en Toledo la vena para comenzar a escribir los Poemas a la noche, que se inician con el titulado «Al ángel», y la Trilogía española, que cuya escritura inicia en el año 1913.

En la siguiente entrega de Artes&Letras Castilla-La Mancha daremos cumplida cuenta de ese encuentro entre la emoción, pasión y conocimiento que suponen Toledo y El Greco para Rilke.


POR ÓSCAR GONZÁLEZ PALENCIA Y ANTONIO ILLÁN ILLÁN
Día 28/11/2011 - 18.30h

Apuntábamos que fue Zuloaga un punto de encuentro necesario entre la obra de El Greco y Rilke. Fuera Zuloaga el albacea de la grandeza de El Greco ante Rilke o, sencillamente, se sumara este a la corriente de revisión alcista con que se contemplaba la pintura del cretense desde comienzos del siglo XX, lo cierto es que, para el poeta nacido en Praga, la dicotomía Greco-Toledo devino en obsesión. En 1908, deja testimonio escrito de la fascinación que le produce la contemplación de la Vista de Toledo en una misiva destinada a Rodin -que, por cierto, no compartía el mismo entusiasmo por el pintor–. De la estancia de Rilke en Múnich, hacia 1911, nos queda, como episodio que el propio poeta considerara digno de rememorarse, los cuadros de El Greco exhibidos en la pinacoteca de la ciudad bávara.
La vasta producción epistolar nos es valiosísima para evaluar el alcance de la importancia conferida a El Greco por el Rilke de estos años; se puede afirmar que interioriza la admiración hacia el pintor, del que se considera solícito y rendido discípulo hasta proporciones que rallan en la monomanía. La princesa Marie von Thurn und Taxis, frecuente confidente de las fijaciones del poeta, es destinataria de cartas en que le confiesa: «Pero (…) grecos hay aquí toda una pared con sus cuadros más extraños e impresionantes. Esto me sostiene día tras día». La propia princesa Marie von Thurn es receptora del íntimo deseo que el poeta empieza a albergar en estos años como un verdadero destino vital: viajar a Toledo secundando a El Greco; es ella, de hecho, la receptora de una carta en que el poeta, después de hacer un elogio encendido del Laocoonte, donde es sabido que Toledo sirve de trasfondo al episodio de la Iliada que la pintura reproduce, concluye con el corolario: «Un cuadro único, inolvidable…», y añade: «Debe de ser magnífico ver esta ciudad y a El Greco en relación con ella».
Rilke está empezando a albergar el germen que alumbraría ese auténtico ápice de la poesía del siglo XX: las Elegías de Duino, el término de un camino de formación espiritual cuya cúspide sería Toledo, y cuyo catalizador fue El Greco. Es desde Duino, precisamente, un año antes de producirse el viaje a la ciudad castellana, desde donde escribe a su editor, Anton Kippensberg, para dejar constancia de este extremo: «Usted sabe que El Greco es uno de los acontecimientos más grandes de mis últimos dos o tres años. La necesidad de entablar relación estrecha y concienzuda con él se me antoja casi una misión, un deber profundo e interiormente arraigado». Debemos a Antonio Pau y a Ferreiro Alemparte el relato de una anécdota que no conviene obviar ni reducir a la fruslería: se trata de una sesión de espiritismo acontecida en el castillo de Duino, entre los días 1 y 4 de octubre de 1912, es decir, apenas un mes antes de la llegada del poeta a Toledo. En esa sesión, una voz femenina prescribe el viaje de Rilke a nuestra ciudad, y éste, menos aficionado a lo esotérico –tan en boga en este tiempo– que atento a la percepción de la cara oculta del mundo, a lo subyacente, entiende este episodio como la ratificación de que tal viaje, que él anhela con un deseo hirviente, es verdaderamente un cometido que se halla predeterminado en su existencia. Y lo cierto es que el poeta, en camino hacia nuestro país, hace escala en Bayona, lugar en que estaba enterrada Rosemonde Trarieu, supuestamente, la «desconocida» que, desde el mundo de ultratumba, instó a Rilke a visitar Toledo. ¿Es esa la razón con mayor peso para que Rilke se detuviera en esta ciudad francesa? ¿Acaso no cabe pensar, con la misma licitud, que le indujo a detenerse la presencia de dos grecos en el museo de la ciudad? ¿No consideraría Rilke la contemplación de estos cuadros como un proemio a su llegada a Toledo? Creemos, sinceramente, que, más allá de ese sentir providencial, ratificado con experiencias esotéricas, está la conciencia, muy nítida en Rilke, de que este pasaje de su vida, su estancia en Toledo, sería decisivo para acendrar la expresión, el estilo, el tono y el pensamiento que le permitiera alcanzar el culmen de su obra de creación.
Toledo y El Greco ya son algo vital en el alma de Rilke. En la carta ya citada destinada a su editor, llega a declarar: «Quizá exagero, pero me parece como si este viaje hubiera de traer consigo la consecución plena de una forma de expresión que hasta ahora no me ha sido todavía otorgada. El estado de expectación en que me hallo desde la terminación de mi último gran trabajo, también pueda contribuir al intento de aventurarme en esta nueva situación, en que, como presiento, han de confluir las direcciones más diversas de mi labor».

Rilke ante El Greco

El 29 de octubre de 1912, con el bagaje de la observación detenida de los grecos de Múnich, Rilke parte desde allí rumbo a Toledo. Dos días después se detiene en Bayona, parada a la que acabamos de referirnos. Y el día de la Fiesta de Difuntos, Rilke llega a nuestra ciudad y se hospeda en el Hotel Castilla, el mismo en el que se alojaría más tarde el novelista Félix Urabayen. Cierto es que, en Duino, antes del viaje a nuestra tierra, habían salido de la pluma de Rilke las dos primeras piezas de las Elegías, su obra maestra, donde la simbología de los ángeles es elemento nuclear. De hecho, el comienzo de la «Primera Elegía» reza como sigue: «Los ángeles (se dice) no saben a menudo si se mueven/entre los vivos o entre los muertos». La mitología angélica rilkeana, por tanto, es concebida, indudablemente, con anterioridad a su visita a Toledo, pero es igualmente incontrovertible que Toledo y El Greco son dos de sus principales fuentes de inspiración; él mismo, en correspondencia mantenida con la princesa Marie von Thurn und Taxis, el mismo día de la llegada del poeta a nuestra ciudad, se encargaría de disipar toda especulación al respecto: «[En Toledo] está expresado el lenguaje de los ángeles, tal como ellos se las ingenian para convivir entre los hombres». Ese lenguaje, justo es reconocerlo, lo conforma Rilke asumiendo no pocas referencias de otro toledano, Pedro de Ribadeneira, el jesuita asceta del siglo XVI, autor de un florilegio, el Flos Sanctorum, que se encontraba –como señaló Ferreiro Alemparte- entre los libros predilectos del propio Rilke, y al que este se remite en caracterizaciones de Toledo como la que sigue: «Una ciudad del cielo y de la tierra, pues está realmente en ambos; una ciudad que va a través de todo lo existente… que existe en igual medida para los ojos de los muertos, de los vivos y de los ángeles». No obstante, aun asintiendo ante la huella de Ribadeneira, esa proyección dual de la ciudad, entre lo terreno y lo ultraterreno, justo en la intersección en que convergen los sentidos, la razón y el mito, ¿no es el Toledo de las pinturas de El Greco?
Toledo y la obra del Greco es una unión bien forjada en el pensamiento de Rilke. En una carta a Mathilde Voillmoeller-Purrmann, fechada el 14 de octubre de 1912, apenas diez días tras su llegada a Toledo, escribe: «¿Y el Greco, pregunta usted? Si, por de pronto no se hace imprescindible, se está seguro de lo suyo, se halla tan metido dentro de esta naturaleza que casi se le pierde cuando se alisa un punto cualquiera de una piedra…; parece así, se puede jurar, que un Apóstol, una Concepción de María se vetea en sus colores. Pero, naturalmente, no se olvida por un solo momento que estas condiciones fueron capaces de lograr un gran pintor… El singular esbozo tomado de la grandiosa vista de Toledo donde el Greco, en forma directamente óptica, se manifiesta sobre la aparición de las figuras celestes, e incluso como éstas se comportan para nuestros ojos, todo ello ya no tiene nada de sorprendente cuando se ha vivido tan solo tres días en Toledo».
Llegados a este momento, creemos de todo punto plausible la hipótesis de que el poeta siguió la senda del pintor, incluso, en su itinerario vital; incluso, en su búsqueda del absoluto y de lo sublime en la creación, lo que le condujo, como a El Greco, a Venecia, y lo que le llevó, secundando la estela del pintor, a Toledo. Y es aquí donde los dos apátridas, el pintor y el poeta, se encuentran; y es aquí donde Rilke encuentra la expresión adecuada de su pensamiento poético, que no es más que el traslado, del lienzo al verso, de ese lenguaje en que los ángeles son figuras centrales, hasta en aquellas pinturas en que podríamos aventurar que su presencia es accesoria (es el caso de La Asunción, que Rilke apreciaría en el Museo de San Vicente muchísimas veces durante el mes en que residió en Toledo, y que elegiría como última percepción de la ciudad antes de dejarla atrás en su periplo español). Sus palabras, tiempo después, confirman que los ángeles han cobrado, en su recuerdo de este cuadro, como en su propia obra maestra, las Elegías de Duino, un protagonismo casi excluyente: «Un ángel enorme irrumpe oblicuamente en el cuadro, y otros dos ángeles tan solo se elevan. El resto de la escena no podía ser otra cosa que ascensión, subida y nada más. Esto es física del cielo».
Sirvan estas pocas razones para demostrar que Rilke, sin El Greco, no hubiera terminado de madurar como una de las más rotundas, profundas, complejas y hermosas voces líricas del siglo XX. Asimismo, El Greco seguiría siendo hoy un entreacto en la historia del arte, de no ser por la revisión a que fue sometido por personalidades del talento de Rilke. Nuestras palabras son solo una remembranza de camino a dos efemérides: el IV Centenario de la muerte de El Greco y el I Centenario de la estancia de Rainer Maria Rilke en Toledo. Siéntanse interpelados, en la villa y en la corte, quienes tengan responsabilidades y recursos para que estos centenarios sean motivo de iniciativas que nos hagan a todos más cultos, y para que el conocimiento, la emoción y, en suma, la cultura, como valor supremo de la persona, estén al alcance de todos.

El espantapájaros

El espantapájaros
XIX octava de Miguel Hernandez

Centenario Miguel Hernandez

Centenario Miguel Hernandez
para la libertad...